


Artículo originalmente publicado en El Diagonal
No soy indepe. Y no por una cuestión emocional o identitaria, sino por una cuestión material. Reconozco sentir algo de vergüenza ajena cuando ser indepe viene justificado por sentirse “muy no sé cuantos”. ¿Un conjunto de emociones encontradas son el motivo para levantar una nueva arquitectura de instituciones que intenten determinar, facilitar o reprimir decisiones comunes? Por el mismo motivo, me da pereza máxima el argumento del unionismo patrio que se apoya en el sentirse “muy no sé qué”. ¿En serio?¿una emoción, un Estado?. No hago parodia. Hay posiciones fundadas en argumentos random como “hay algo en la historia de España a la que me siento ligado y forma parte de mi” (dijo el ilustrador Juanjo Sáez) o en no querer “que me hagan elegir entre Miró y Velázquez” (dijo el político Iceta). Chispeante.
Dejando atrás las guerras cultural-nacionales, mi principal problema es que nunca sé a qué libertad nos referimos cuando hablamos de la independencia de Catalunya. Sin ironía. No tengo ni idea. De ser un Estado, las dependencias de Catalunya serían como las de cualquier Estado europeo. Catalunya no es singular ni especial. ¿Lo es?. Casi diría que la intervención del aparato institucional catalán ha logrado erosionar algunas marcas de distinción catalanas. Más que hacerla especial, la han vulgarizado. Pienso, por ejemplo, en la insistente promoción institucional de una identidad cultural hegemónica muy particular que ha omitido el imaginario republicano y obrerista catalán. Las estructuras (culturales) del Estado (autonómico) ya han producido pérdidas de diversidad. Ni te cuento lo que harán unas “estructures d’Estat” que dependan de ese rumbo institucional.
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