Artículo publicado en CRÍTIC
El declive de la clase media conduce a la guerra, decía Tocqueville. Tuviera o no razón, es indudable que la decadencia de las clases medias provoca reacciones de miedo, susceptibles de ser usadas para señalar como culpables de todos los males a los grupos sociales más vulnerables. El continente europeo ya ha vivido esa miseria política y social en otros momentos. En la crisis actual, de nuevo emergen organizaciones políticas que fomentan la xenofobia, el racismo y la guerra entre pobres.
No importa qué define a la “clase media” (si el nivel de renta o el prestigio social) para entender una de sus funciones: ser o sentirse de clase media significa dejar de luchar, en la medida que uno percibe su vida como algo estable. Una estabilidad ganada con esfuerzo que si otros no han conseguido es por ser vagos o maleantes. Un equilibrio garantizado por el respeto a las normas y las formas, aunque sean normas injustas y formas clasistas. Pero el aumento de las desigualdades ha provocado una crisis de identidad de las clases medias. El espejismo de estabilidad se ha roto. El miedo a no cumplir las expectativas de ascensión social o a reconocer que más que mileuristas o precarios somos pobres, abre la puerta a tendencias reaccionarias basadas en el sálvese quien pueda.