Segregación, políticas públicas y sóviets comunitarios

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Artículo originalmente publicado en la revista Treball

Hace unos días aparecía un artículo sobre segregación y gentrificación en el estupendo blog de Politikon  El autor de ese artículo, Roger Senserrich, lanzaba algunas consideraciones a partir de una investigación sobre la evolución demográfica de 95 ciudades americanas realizada por dos urbanistas de UCLA. Entre otras, que las ciudades deben eliminar las regulaciones sobre densidad y las trabas burocráticas que bloquean nuevos proyectos para aumentar la oferta de vivienda. Esto, a la par, debe venir acompañado de políticas de vivienda inclusivas, «añadiendo pisos asequibles en cualquier proyecto urbanístico».

Una de las ideas clave del artículo es que cuanto «más control democrático, burocrático y técnico hay sobre el uso de los edificios en una ciudad, más excluyente y segregado será su urbanismo». En realidad, no es del todo así. O, mejor dicho, depende de qué «control democrático, burocrático y técnico» estemos hablando. El artículo concluye asegurando que «permitir densidad y salirse del medio es mejor garantía para evitar la segregación económica con un intervencionismo (público) que sólo favorece a los propietarios». Y aquí es donde empieza el entuerto. El problema es que ese tipo de enfoques solo miran las medidas públicas relacionadas con el desarrollo inmobiliario, no con el desarrollo urbano, que es una cosa muy diferente. También, que se da por hecho que el fenómeno de la segregación se produce a nivel ciudad o barrio y, en realidad –aunque esto no lo digan los urbanistas de California– en ciudades como Barcelona, la segregación ha sido y es un fenómeno metropolitano.

Las desigualdades territoriales en Barcelona se dan sobre todo entre municipios, forzando a ciertos sectores sociales a vivir en ciudades entorno a la capital que tienen alquileres y condiciones de vida menores. De hecho, la segregación en Cataluña es un fenómeno estructural que no ha dejado de crecer durante la última década, no simplemente un efecto de la crisis. El problema es que, por lo general, en lugar de políticas urbanas, se hacen y analizan políticas urbanísticas, que son las que han incrementado la gentrificación y la segregación urbana.

 

Además de los hipsters, existen otros procesos sociales y culturales en el territorio urbano que más que alimentar, encaran los problemas del capitalismo metropolitano. Procesos como los movimientos urbanos de reapropiación del espacio público y de defensa del derecho a la ciudad. Estos movimientos prefiguran nuevos usos del suelo y de las infraestructuras que no tienen porqué tener expresión mercantil. Incluso, no solo los usos, sino qué tipo de infraestructuras públicas y qué planificación urbana es necesaria para hacer que todo un territorio (y no solo un edificio) sea mejor y más inclusivo. También existe una cosa que se llama propiedad, que “de iure” está absolutamente determinada para ser usada y explotada de manera privada  pero que “de facto” ya se comporta de manera más compleja y diversa. Parece que el mercado ya se ha dado cuenta de eso. ¿Por qué sino tienen tanto éxito nuevos modelos rentistas como la “economía colaborativa” o el “consumo colaborativo”? El mercado ya ha detectado la necesidad social de producir vínculos comunitarios para sostener cosas tan cotidianas como el uso del coche o tener un lugar para dormir. El problema es que, como siempre, el mercado no busca incrementar esos vínculos, sino explotarlos económicamente sin preocuparse por sus consecuencias sociales. ¿Puede haber políticas urbanas que incrementen esos vínculos comunitarios sin corrosionarlos? ¿Pueden haber políticas públicas que produzcan otras formas de propiedad del suelo (comunitaria, inclusiva, no-mercantil) alternativas a las hegemónicas? ¿puede haber políticas urbanas –no urbanísticas– que produzcan una ciudad inclusiva y democrática?

Hablar de los efectos negativos de la segregación o de la gentrificación y plantear que la solución es hacer más y mejores edificios es una conclusión profundamente cándida. Hay otras formas de “control democrático” que precisamente pueden combatir y revertir los efectos negativos de la segregación. Medidas como garantizar parque público de viviendas (no hace falta nueva construcción,   en Barcelona hay vivienda de sobra!), producir reglamentos de usos comunitarios del suelo, adaptar regulaciones a los usos que producen sociabilidad en el territorio o implementar regulaciones urbanísticas para distribuir las plusvalías generadas socialmente. Dinamizar el barrio a través de ceder recursos públicos (sin condiciones “partidistas”) y ceder poder a los grupos sociales auto-organizados para que se produzcan vínculos sociales, no fomenta la exclusión. Y, por supuesto, además de formas de propiedad alternativas, se deben aplicar medidas compensatorias al posible incremento del valor de cambio del suelo, medidas que no tiene que ir acompañadas «por los gritos de los preservacionistas y caseros que quieren “proteger” el barrio», tal y como asegura el artículo.

Esperanza Aguirre tenía razón cuando se alarmaba por la aparición de nuevos sóviets en la ciudades como Madrid o Barcelona. A veces hay que escuchar la cólera de Aguirre. Las políticas urbanas deberían ser capaces de garantizar la existencia de sóviets, pero no estatalistas, sino comunitarios y autónomos. Veríamos entonces si la teoría del Not In My Backyard seguiría cumpliéndose, o veríamos que hay una subjetividad comunitaria en la ciudad que preserva su carácter incluyente. Una potencia comunitaria que no prospera porque, en lugar de políticas para el desarrollo urbano, se implementan políticas para el desarrollo urbanístico, esas mismas que buscan alargar el ciclo de acumulación capitalista con el que una gran mayoría hemos malvivido hasta ahora.

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