texto originalmente publicado en la columna “lotería de palabras” de Nativa.cat
«La apuesta de todas esas empresas acerca de la locura, la enfermedad, la delincuencia, la sexualidad (…) es mostrar que el acoplamiento de una serie de prácticas-régimen de verdad forma un dispositivo de saber-poder que marca efectivamente en lo real lo inexistente, y lo somete en forma legítima a la división de lo verdadero y lo falso»
Michel Foucault en «Nacimiento de la biopolítica»
«Si encuentro al misógino que inventó los tacones lo mato»
Robin Williams en «Señora Doubtfire»
Adoro a Michel Foucault. Odio a Robin Williams. No resulta cómodo ponerme este yugo mientras escribo lo que sigue, pero no puedo dejar de pensar que si Foucault se reencarnara en cómico y redujera con bastante alegría su pensamiento sería algo parecido a Robin Williams. ¿Estoy diciendo que si Foucault hubiera sacado a la palestra sus dotes de clown y hubiera dejado a un lado su estilo afrancesado, habría encarnado a Peter Pan en «Hook»?. Parece que sí, tal vez digo eso. Bueno, no sé. Pero me parece evidente que en algunas de las películas protagonizadas por el cómico estadounidense Robin Williams, de hecho, las más conocidas, hay una carga foucaultiana. Por lo menos, una crítica institucional que una y otra vez toma tintes foucaultianos. Si me dais un rato, me explico.
Más allá de lo que se suele pensar, Foucault no estaba interesado en hacer una crítica a la existencia de ciertas instituciones. No era ese su objetivo. Cuando Foucault analizaba la institución carcelaria, la institución psiquiátrica, la institución educativa o el sexo como institución, no lo hacía motivado por cuestionar la existencia de dichos dispositivos. O no exactamente. Más bien, su intención era analizar qué elementos –históricos, sociales, culturales, políticos– habían producido dichas instituciones y bajo qué mecanismos y discursos se erigían como «espacios de veridicción». En realidad, el interés de Foucault se centraba en analizar cómo se producen «regímenes de verdad». Es decir, bajo qué premisas, bajo qué elementos sustantivos, bajo qué ideas, imaginarios y discursos se hace robusto un espacio donde se producen verdades, espacios legitimados donde se gestan los límites entre lo normal y lo anormal, entre lo verdadero y lo falso, entre lo que se incluye y lo que se excluye. Ese espacio, ese contexto que produce reglamentos, lenguaje especializado y sujetos que enuncian verdades se despliega como institución, como un dispositivo que si bien puede emerger en busca de analizar, ordenar o comprender la realidad, a su vez la codifica. Un espacio normativo que, si bien tiene la voluntad de alcanzar cierta verdad, acaba a su vez produciéndola. Esto permitía a Foucault situar qué otros discursos se han ido omitiendo, qué otras formas de pensar, entender o producir nuestro entorno han sido histórica y socialmente desplazadas, olvidadas o interesadamente omitidas. Las relaciones entre saber y poder y –en su última etapa– las tecnologías que conforman nuestro «yo», esa es la hoja de ruta de Foucault.
En la película «El Club de los Poetas Muertos» Robin Williams interpreta a John Keating, un profesor de literatura nada disciplinado. Recién llegado a la prestigiosa academia estadounidense Welton, en lugar de enseñar a sus alumnos discursos científicos sobre la poesía, Keating les invita a practicar la poesía. En lugar de conducirles hacia las convenciones académicas, les ofrece sentirse libres de ignorarlas. Mientras Keating se enfrenta al poder jerárquico de la Universidad, provoca a sus alumnos para que le destituyan de su carga pastoral, de su supuesta capacidad para guiarles. A lo largo de la película, Keating se sube a la mesa para dar clase, invita a sus alumnos a destruir libros canónicos, a que ignoren lo que será más o menos productivo para su futuro profesional y les propone montar un club de poesía nocturno que se salta a la torera varias de las reglas fundacionales del instituto. Una de las cosas más interesantes que encontramos en el relato es la actitud de los alumnos. Durante las primeras clases de Keating, se escandalizan frente a sus propuestas. Estando sujetos a la disciplina de la institución, tildan de loco una y otra vez a su profesor. Pero poco a poco se sienten seducidos por Keating, se van liberando de los dispositivos disciplinares bajo los que –ahora sí– se sienten encorsetados. El relato acaba en tragedia, ya que no solo la institución educativa, sino otros dispositivos –la familia– actúan como mecanismo de opresión sobre uno de los alumnos «liberados» provocando así su suicidio. La película transmite un último mensaje. El orden regulador del centro dicta una sentencia injusta: en lugar de pensar que el detonante del suicidio es la represión institucional sobre los deseos de emancipación del adolescente, la culpa es del librepensador que ha roto la «normalidad».
Sistematizar, delimitar, ordenar, estigmatizar, prohibir, regular, excluir, en definitiva, esos «regímenes de verdad» y los dispositivos, técnicas y tecnologías que los hacen posibles acaban convergiendo en un mismo objetivo: gobernar a los sujetos. Más que prohibir, agredir o amenazar hay que normar los cuerpos, normar los lugares de posibilidad. Normalizar es gobernar. A Foucault le interesaba ver cómo se construían categorías como lo bueno, lo natural o lo normal, ya fuera en el cuerpo sexuado o en la producción de leyes del mercado. Para Foucault, estos procesos han ido generando «tecnologías de poder» que no solo regulan a los sujetos, sino que los disciplinan. Una vez se han producido esos escenarios que hacen pensable lo pensable e impensable lo impensable, los propios sujetos reproducen las relaciones de poder a las que han sido confinados. Unas relaciones de poder que, si bien acompañadas o articuladas con mecanismo de coerción, se producen y reproducen en el interior de los propios sujetos. Un poder que no solo se ejerce de manera vertical, sino que se encuentra diseminado en espacios relacionales, produciéndose también en la interacción entre los propios sujetos. Según Foucault, las «artes de gobierno» se dan en el exterior y en el interior de los sujetos, sujetos que se normalizan a sí mismos, sujetos disciplinados, sujetos sujetados.
La película «El indomable Will Hunting» narra la historia de un joven autodidacta, un prodigio de las matemáticas que vive en los suburbios de Boston y trabaja en una empresa de limpieza cerca del MIT. Por casualidad, el reputado matemático Gerald Lambeau descubre su talento y para que Hunting pueda librarse de una condena en la prisión, le ofrece formar parte de su equipo de investigación universitaria. Pero Hunting está convencido de querer seguir viviendo la vida de su barrio de clase baja, alejado de los retos institucionales que considera no solo como objetivos menores sino exclusivos para burgueses de espíritu vacío. Para poder cambiar su actitud, Lambeau contacta con un viejo amigo, Sean Mcguire. McGuire, psicólogo de perfil extravagante y considerado como un outsider por sus colegas, es el personaje interpretado por Robin Williams. Tras peticiones insistentes de Lambeau, McGuire considera tutelar a Will Hunting. Se juntan así dos «anormales» de los que se espera que, inducidos por el suelo institucional, hagan lo correcto.
Se supone que McGuire debe disciplinar a Will Hunting. El psicólogo debe reconducir la actitud rebelde del superdotado inyectándole los principios éticos que le permitan percibir el talento que está desperdiciando. McGuire debe poner rumbo a la vida de Hunting, debe –como diría Foucault– «conducir su conducta» . Pero la relación psicólogo-paciente toma otro rumbo. El joven Will Hunting, conocido por burlarse de psicólogos de diván, capaz de desarticular una y otra vez un discurso especializado que ha aprendido a descodificar, se topa con un psicólogo diferente. Más que someterle a diagnósticos o a cuadros de tratamiento más o menos estandarizados, McGuire opta por un ejercicio experiencial, intentando evitar una relación de dominación sobre «el afectado». El psicólogo se expone a una inmersión en la vida de Will Hunting para que él mismo se enfrente a sus monstruos y tome su propia decisión. Si obviamos que el desenlace está preñado de arquetipos y que el final es una reificación (a lo grande) del amor romántico como espacio de liberación, por momentos parece que Foucault haya escrito ese personaje para Robin Williams.
En el libro «Nacimiento de la biopolítica» Foucault hace un comentario muy ilustrativo para explicar su posición política respecto a la consolidación de ciertas instituciones: «Recordar que los médicos del siglo XIX dijeron muchas necedades sobre el sexo no tiene importancia alguna desde un punto de vista político. Solo tiene importancia la determinación del régimen de verificación que les permitió decir y afirmar como verdaderas una serie de cosas a cuyo respecto acertamos hoy a saber que quizá no lo fueran tanto (…) Lo que políticamente tiene su importancia no es la historia de lo verdadero, no es la historia de lo falso, es la historia de la verificación» (Foucault, 1979). Los discursos médicos sobre la curación, sobre el paciente, sobre el diagnóstico, etc. se encargan de producir «la verdad de la enfermedad» en el espacio hospitalario. Esto recuerda a otro personaje de Williams.
En la película «Patch Adams», Robin Williams interpreta a un médico que busca poner en crisis los discursos de la institución médica del presente con el que le ha tocado lidiar. Patch Adams, personaje que toma como referente un caso real , no asume ciertos principios con los que se modulan la relación médico-paciente. La atención médica debe ser distanciada, fría, experta, burocratizada. Horrorizado tras su paso por una institución mental –como Foucault antes de escribir «La historia de la locura»– Patch Adams decide desarrollar tratamientos basados en el humor y el afecto, abriendo una clínica sin licencia que promete curar «de otra manera». Es expulsado dos veces de La Universidad de medicina y tratado como payaso por la institución. Podemos pensar que tal vez Patch Adams decía la verdad, pero no estaba «en la verdad» del discurso médico de su época: no estaba según las reglas que se formaban de los objetos y de los conceptos médicos. En el desenlace de la película, Patch Adams finalmente se gradúa, defendiendo su discurso frente a un tribunal científico de evaluación de la Universidad de Virginia. La institución acepta sus tratamientos sin que el médico-payaso haya normalizado sus métodos. Patch Adams acepta su institucionalización enseñando el culo a los presentes.
Podríamos seguir con otras películas (qué decir de Sra. Doubtfire y el «dispositivo de sexualidad como liberación») pero a mi también me gustaría expulsar mis monstruos acariciando este final a contrapelo. Y es que me vino una estampa clarísima a la cabeza el día que leí por primera vez a Foucault. Una imagen tremendamente nítida en la que Robin y Michel aparecían completamente solapados. «El orden del discurso» (Foucault, 1970) es un ensayo breve con la transcripción de la lección inaugural que Foucault impartió para su cátedra «Historias del Pensamiento» en el Collège du France. Sinceramente creo que este texto contiene uno de los mejores inicios que he leído nunca. Las cuatro primeras páginas son de traca. En esas páginas, Foucault lamenta no poder ahorrarse la solemnidad otorgada por la institución al momento en que alguien emprende un discurso. Al comenzar su lección, Foucault intenta –con bastante éxito– exponer lo que hay de tajante y decisivo en el inicio de un discurso debido a los rituales que envuelven esa ceremonia. El silencio, la espera, la arquitectura (física y simbólica) académica, la puesta en escena, la teatralización, en definitiva, el ejercicio de poder que uno debe desplegar.
La decisión que toma Foucault es una que marca su vida académica: opta por analizar el funcionamiento de los discursos a través de su propio discurso. Disciplinado sí, pero intentado ahogar la disciplina. Y ahí aparece Robin Williams. Bueno, no en el ensayo, me refiero a la imagen nítida que imaginaba donde ambos se solapan. Mientras lo leía, pensé que Foucault bien podría haberse enfrentado al dispositivo académico y a su discurso inaugural subiéndose a la mesa y gritando «Oh capitán, mi capitán!». Pensé que Foucault bien podría haber puesto en marcha su crítica al «orden del discurso» invitando a cada uno de los asistentes a subir a su mesa tal y como John Keating hace en «El Club de los Poetas Muertos». Es otro juego, tal vez actitudes contrapuestas o diferentes pulsiones, pero son maneras de entrarle al mismo tablero y a los mismos reglamentos.
Sin duda con estilos diferentes, pero Michel y Robin toman posiciones similares frente a ciertos dispositivos que quiere pensar y situar «la verdad» a la vez que la producen. El que considero uno de los peores clowns se da la mano con una de las mentes más afiladas y creativas de nuestro tiempo. Bueno, ya lo he dicho. Ahí dejo ese monstruo. Espero estar en «lo cierto» y, en fin, que Foucault me perdone.
PD: Agradezco mucho a Ana los buenos momentos que hemos pasado riéndonos de esto. Ana, mira lo que has hecho!