


Texto para la revista Treball
Los bienes comunes, las prácticas de gestión de recursos por parte de comunidades que autoproducen sus normas, se han puesto encima de la mesa como solución. Como solución para una ecuación ya escrita a la que solo le faltaban algunos términos para resolver el enigma del buen gobierno. Hay algo turbio en este ejercicio matemático. Solo un par de ejemplos.
Las comunidades como solución
En 2009, la Casa Blanca ponía en marcha la Office of Social Innovation and Civic Participation. La idea era impulsar “las mejores soluciones para los retos actuales, que pueden ser encontradas en las comunidades de todo el país”. Este programa de gobierno busca fondos privados para impulsar el papel del tercer sector en la creación de emprendedores comunitarios y resolver problemas como la exclusión laboral o la falta de cobertura sanitaria. El objetivo es levantar capital privado para invertir en empresas sociales que medien con colectivos excluidos o desatendidos y así “detectar las soluciones más efectivas”.
Uno de los miembros del Instituto de Innovación Social de ESADE, creado en 2008, decía en un debate público que la lógica capitalista había llegado demasiado lejos. Para compensar los efectos de este exceso de fe en el mercado como interacción libre y democrática entre iguales, este Instituto propone una vía alternativa. Detectar “las soluciones que diferentes comunidades locales han creado” para resolver sus problemas y replicarlas en otros contextos territoriales. El adagio sería algo así como que el mundo es un laboratorio social expandido donde se producen soluciones a problemas locales que pueden ser copiadas y pegadas para resolver problemas que ocurren en otros lugares.
La Casa Blanca y ESADE comparten una visión entrañable sobre cómo funciona la economía del planeta: los fallos de Estado y mercado pueden ser compensados con los aciertos de las comunidades. Las comunidades son pensadas y usadas como un recurso que soluciona problemas, pero sin atacar la estructura que los produce. El pragmatismo del “capitalismo caritativo” se sustenta gracias a ignorar las asimetrías sociales y territoriales que aseguran la circulación y acumulación de capital. Desde esa mirada, es difícil percibir que esos problemas no son un efecto de “lo lejos que ha llegado la lógica capitalista”, sino la base de su funcionamiento. No es extraño que ambas iniciativas surgieran con el anuncio de la crisis. Es a partir de ese momento cuando la actividad de la comunidades de afectados busca ser enajenada como fuente de la que extraer plusvalor. Típico proceso de un nuevo ciclo capitalista de acumulación por desposesión.
Pensar las comunidades como solución, además de ser un cándido y oscuro parcheado temporal a problemas estructurales perseverantes y de someter a las comunidades a la forma mercancía, contiene varios problemas de fondo. Por un lado, las comunidades se perciben como dispositivos homogéneos con capacidad pacificadora, apolíticos, de espiritualidad bondadosa. Por otro lado, las comunidades se entienden como un sujeto abstracto, sin territorio, sin interdependencias con mercado y Estado. Lo preocupante es que esta mirada vaporosa, que no atiende a la materialidad concreta y a las relaciones de poder que cruzan y a las que se enfrentan las comunidades, no es algo exclusivo de las posiciones más liberales.
A menudo situamos los bienes comunes como algo que está “más allá del Estado y el mercado”. Más allá. Como una nave que despega y navega más allá de Orión. Teniendo la cabeza allí es más fácil imaginar una alternativa. Ese puede ser un lugar sugerente para activar la imaginación política, pero también una trampa que prescinde de la materialidad sobre la que opera nuestra realidad social. Es un ejercicio peligroso desgajar las comunidades de la arquitectura institucional, territorial y económica en la que están imbricadas. Esa mirada etérea está a dos pasos del instinto pragmático que lleva a copiar y pegar “soluciones” y de ver a cualquier comunidad como algo naturalmente justo y democrático.
Diferentes comunidades como expresión del conflicto urbano.
Las comunidades no son burbujas que flotan en un espacio-tiempo indefinido. Tampoco una sopa tibia de pulsiones colectivas salpimentadas por el consenso y la bondad. Los diversos vínculos comunitarios que existen en un territorio pueden sostenerse gracias a compartir objetivos y visiones de la realidad social muy diferentes entre sí. Y estas visiones pueden ser antagónicas.
Las comunidades que tienen como principio de afinidad defender sus rentas inmobiliarias a través de plataformas de “economía colaborativa” parten de una posición política. Dicho de manera fácil: su objetivo es defender la suma de intereses particulares de quienes las conforman. Las crecientes desigualdades sociales, la segregación urbana o la densificación de zonas turísticas, no son percibidas como problema en el seno de estas comunidades. A esto se suma que la figura del rentista urbano, al que poco preocupan los efectos negativos producidos por la maximización de sus beneficios individuales, ya tiene una voz privilegiada en la planificación urbana. La fuerza colectiva que rema a favor de sus intereses particulares no son una solución, sino la expresión de un conflicto urbano. Incluso hay comunidades que utilizan los problemas sociales como nicho de mercado sin tener en cuenta el balance social de su actividad. Este tipo de comunitarismo liberal conduce a un modelo social anómico.
Las comunidades de personas afectadas, desposeídas, de sujetos subalternos, parten de otra posición: acabar con las múltiples miserias que produce fijar la tasa de beneficio como imperativo social. Si las comunidades de afectados por el capitalismo urbano se organizan es para situar el conflicto en la producción de ciudad. Lo que atraviesa a comunidades de afectados como la PAH, el Sindicato de Manteros o lo que está en el centro de comunidades de defensa de derechos como Aigua és Vida, no son tanto “soluciones” o privilegios individuales como la disputa por otra forma de hacer ciudad. No son arreglos para la ecuación neoliberal, sino la escritura de una ecuación nueva. La búsqueda de objetivos concretos –derechos para personas migradas, dación en pago, remunicipalización del agua– no se puede separar de las reivindicaciones de fondo de las que parten aquellas comunidades que defienden un municipalismo radicalmente democrático. Esta fuerza social apela a derechos colectivos, no a la promoción de los circuitos de acumulación con los que extraer renta de una vida urbana desigual.
Nada tiene que ver defender un derecho que revierta desigualdades sociales con la defensa colectiva de privilegios individuales. A poco que miremos los diferentes objetivos, la composición social, las formas de organización y sustento o el tipo de alianzas sociales que se producen en cada comunidad, veremos que inciden en formas nada homogéneas de entender el papel del Estado y el mercado. Las relaciones de fuerza y colisión entre intereses de clase contrapuestos no se diluyen en lo comunitario, más bien se reafirman.
Los colectivos y comunidades surgidos durante el ciclo de crisis sistémica no son una carpeta llena de “soluciones” para instituciones o empresas, sino una nueva fase de los conflictos urbanos que históricamente han surgido en contextos de injusticia y desigualdad. Un campo de lucha abierto y tumultuoso, donde comunidades y formas de acción colectiva de todo pelaje defienden modelos diferentes de vida en sociedad.