Relato originalmente publicado en la columna «ho deixo anar» de Nativa.cat
En junio de 1992, cuando el Departamento de Sociología de la Universidad de Berkley ya llevaba décadas analizando las tendencias del comportamiento humano en situaciones cotidianas, se puso en marcha un nuevo experimento. Después de miles de datos acumulados, regresiones de todo tipo y conclusiones más o menos variopintas, una última investigación dejó de pasta de boniato a los miembros de la comunidad académica. La investigación se centraba en analizar si, en una situación de libre elección, las personas tomamos decisiones que están determinadas por límites autoimpuestos o que hemos interiorizado como “lógicos”. Los experimentos fueron múltiples, pero uno que se repitió en diversas ocasiones y diferentes ámbitos geográficos mostró una situación realmente anómala. El experimento partía de no poner límite al número de bolsitas de ketchup que un cliente de Burguer King podía pedir. La cosa funcionaba de la siguiente forma:
Una persona entraba en un Burguer King y pedía un menú. Los empleados de la hamburguesería, en lugar de dar 2 bolsitas de Ketchup por defecto, habían recibido orden de cambiar el protocolo: «¿Cuántas bolsas de Ketchup quiere?». El cliente podía entonces decidir libremente la cantidad de bolsitas de Ketchup que quería. Junto a esa orden, el servicio también había recibido una importante segunda aclaración: no existe límite de bolsitas. Para que el experimento funcionara bien, no había que avisar al cliente de esas premisas. Su decisión debería ser espontánea, viendo así si daba por hecho que lo normal (pedir 2 o 3 bolsitas de ketchup) funcionaba como norma. Si el cliente pedía 2, se le daban 2 bolsitas, si pedía 5, se le daban 5, si el cliente pedía 180, se le daban 180 dosis embolsadas de Ketchup Prima. Dado el caso, si el cliente se mostraba sorprendido al recibir tantas decenas de dosis como había pedido, no había que informar del experimento. Tan solo responder que era «una nueva de política de la casa».
El experimento se realizó durante 50 días repartidos en períodos de tiempo diferentes. Tres días en pleno período vacacional, tres días seguidos en Navidad, tres días seguidos en días laborables a principio de año, tres días seguidos de viernes a domingo escogidos al azar, etc. Este proceso se llevó a cabo en franquicias de la misma cadena de diferentes ciudades, en Berlín, Roma, Barcelona, Túnez, Caracas, Chicago, Lima, Tokio, en total, 40 ciudades de todo el mundo. Los resultados mostraban una homogeneidad poco previsible, ya que la media de bolsitas que se pidió eran 3 y en todos los casos sólo una petición había superado escandalosamente esa media. Una única persona en cada ciudad había pedido un número de bolsitas que rebasaba la centena. Lo curioso es que en todos esos casos el número de bolsitas solicitadas era exactamente el mismo, 131. Más allá de ese dato que cabía aclarar, las primeras conclusiones apuntaban a que, efectivamente, en situaciones cotidianas de libre elección nos autoimponemos límites que si bien no son expresados explícitamente, asumimos de manera tácita. Estas conclusiones reforzaban las hipótesis que ya venía trabajando el grupo de investigación en anteriores experimentos. En el fondo, lo que se ponía una vez más en crisis es que existiera algo parecido a la “libre elección”.
El sociólogo relacional Robert J. Briggard capitaneó la segunda fase de la investigación al margen del Departamento de Berkley, ya que no lograba entender a qué se debía tal casualidad y no podía esperar a que la Universidad consiguiera fondos para poner dicha fase en marcha. Briggard ni imaginaba lo que iba a descubrir al investigar a fondo la curiosa petición de 131 bolsitas que se había producido una sola vez en todos las franquicias de Burguer King. A través de entrevistas telefónicas realizadas a los diferentes empleados, Briggard encontró que la descripción de la persona era muy similar. Con algunas declaraciones algo borrosas, el perfil descrito más o menos llevaba a: un hombre, bastante alto, delgado, moreno, con barba, chaquetón de cuero, zapato deportivo (que llamaba la atención por su tono amarillo chillón) y ojos verdes. Frente a la absurda casualidad de que todas las personas que habían pedido 131 dosis de Ketchup en ciudades diferentes y en períodos de tiempo diferentes pudieran además compartir todas esas características solo quedaba una conclusión no menos absurda: había sido la misma persona. Pero ¿cómo? ¿qué sentido tenía eso? ¿la misma persona en países diferentes pidiendo 131 bolsitas de Ketchup?. Imposible. ¿Tal vez alguien del departamento había aireado la ruta que iba a seguir la investigación? ¿cómo iba sino a saber alguien a qué ciudades debía ir? Y, no menos importante, de haber sido así ¿para qué? ¿con qué objetivo? Y si lo que quería ese individuo era provocar información que desvirtuara la investigación ¿por qué no disimular su aspecto? ¿acaso lo había hecho para burlarse de los investigadores? ¿quería que descubrieran que detrás de esas 131 bolsitas solicitadas en franquicias de Burguer Kings en 40 ciudades diferentes había una misma persona?. Briggard estaba profundamente aturdido. Compartir la información con el resto de miembros del departamento no le sacó del apuro. Al recibir los resultados de las entrevistas, la comunidad entera no daba crédito. Al principio, algunos pensaron que Briggard les tomaba el pelo. Al revisar las grabaciones telefónicas de las entrevistas con los empleados del Burguer King, asumieron que, efectivamente, la conclusión no daba margen de error. ¿Qué broma era esa? ¿quién era ese tipo? ¿cómo había conseguido llegar a tener esa información? y, no menos importante ¿por qué narices lo había hecho?. Después de varias vueltas, decidieron considerar nula la investigación. Los resultados estaban alterados y, sin lograr entender cómo ni porqué, parecía que alguien o alguna institución desconocida había decidido arruinar el trabajo de investigación con una broma absurda, sin lógica alguna y, bien visto, bastante cara. A partir de ahí, se desplegaron los protocolos estándar: auditoria al departamento, entrevistas a cada uno de sus miembros para averiguar si habían dado información a terceros, etc. No se encontró ninguna irregularidad y se cerró el caso tamponado en su tapa con un sello de: absurdo.
Años más tarde, en febrero del 2010, el polémico psicólogo Herbert Walls escribió un libro sobre la emergente falta de curiosidad de los sociólogos titulado “131”.