La econonomía de la cultura no existe

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Texto publicado en Nativa.cat. También, en versión en català

Para el Fòrum d’Indigestió de 2013, “Indústries creatives, i gestió comunitària, dues maneres de mirar la cultura” preparé dos aportaciones a las preguntas iniciales: Qué es la gestión comunitaria? Qué diálogo establece con la economía de la cultura?. Las dos respuestas, sobre las que dejo a continuación un texto explicándolas, eran muy concretas: la economía de la cultura no existe y siempre hay gestión comunitaria en todo tipo de producción.

1. Economía de la cultura

No existe ninguna cosa que podamos denominar economía de la cultura del mismo modo que no hay un espacio abstracto al cual podamos denominar «economía». Lo que sí existe es la economía política de la cultura. No hay en el mundo ningún sistema de mercado que opere sin intervención pública, que no haga servir ciertos protocolos legales que fomenten y aseguren un tipo de intercambio, que no intente delimitar unas formas de producción, distribución o consumo, que no facilite la entrada de ciertos sujetos sociales y dificulte la entrada de otros (con criterios de clase, género y etnia) o que no esté determinado por factores que escapan al control social como el dinero, el crédito o la forma mercancía. Dicho más fácil: no hay mercados desregulados o no intervenidos. Por eso no hay economía de la cultura, hay economía política de la cultura.

Las ideas de la economía liberal, insistente a la hora de pensar el mercado como un espacio que se produce por parámetros automáticos y donde los sujetos actuamos libremente guiados por la «razón instrumental», son meras fabulaciones. La historia y un análisis materialista de la economía (o la cultura) dejan bastante claro que no encontraremos espacios de intercambio mediados por mercados que sean neutros, apolíticos y –todavía menos– democráticos. Por lo tanto, no hay economía sin política como de hecho no hay economía de la cultura sin políticas culturales. El rumbo histórico de las políticas culturales en Cataluña que han querido fomentar las industrias culturales son un buen ejemplo. Las políticas de la ICIC (Institut Català d’Indústries Culturals) y hechos concretos como, por un lado, las intervenciones exteriores que se hicieron para «vender la cultura catalana» y, por otro lado, la imposibilidad de devolver los créditos que este organismo otorgó, acentúan esta realidad.

Esto lleva a una conclusión bastante clara: no hay una forma de hacer políticas culturales para un mercado preexistente, sino que hay muchas formas de hacer políticas para mercados que se tienen que construir o para mercados que han sido construidos históricamente. Aquí es donde podemos situar la batalla política, puesto que unas intervenciones u otras, tendrán como resultado un tipo de mercados culturales u otros. La idea de «adaptarse» a mercados culturales ya existentes es profundamente política, ni mucho menos una vía «neutra» o la única manera de intervenir sobre espacios económicos. Esto está bastante claro en el discurso de las industrias creativas, comento un ejemplo para situarlo mejor.

En el año 1997, con la llegada al poder del nuevo laborismo de Tony Blair, las industrias creativas consiguieron un lugar predominante en las políticas del Reino Unido. El Gobierno introdujo un cambio discursivo de una importancia capital: El término cultural se vio reemplazado por el concepto creativo, poniendo el foco sobre una serie de pequeñas empresas bajo la denominación de industrias creativas, básicamente, empresas y autónomos del mundo del diseño, la moda, la publicidad, el arte contemporáneo, etc. Kate Oakley, profesora en la Universidad de Leeds y experta en el análisis de la llamada ‘»economía creativa», analizó cómo funcionaban este tipo de “industrias” en artículos como ‘Not so Cool Britannia, The Role of Creative Industries in Economic Development‘. Sus estudios muestran que este sector depende mucho de redes y relaciones sociales para poder entrar y crecer laboralmente y que la experiencia normalmente se consigue por medio de trabajos no remunerados. Son obvias las desventajas para quienes no tienen amigos o redes familiares en este tipo de sectores o que no se pueden permitir trabajar de una manera gratuita. Por otro lado, otras investigaciones (Banks i Milestone) han añadido que las formas de organización ostensiblemente «destradicionalizadas» y «reflexivas» de las industrias creativas propician que resurjan formas tradicionales de discriminación y desigualdad de género, de clase y de etnia.

El caso del Reino Unido lleva a una conclusión bastante evidente: hablar de industrias creativas no es una manera de describir una realidad productiva, es un tipo de discurso y políticas que interpretan y producen un tipo de realidad social y económica.

2. Gestión comunitaria

En una lógica inversa a la reflexión anterior, podríamos decir que la gestión comunitaria siempre existe. No hay ninguna forma de economía, ni cultural ni industrial, ni material ni inmaterial, que no integre procesos de gestión comunitaria. No encontraremos ningún servicio, ningún producto, ningún proceso de producción de mercancías, que no encuentre su base sobre procesos de gestión comunitaria. Ya sea un proceso online, off-line o mixto. Todas las tareas de producción social necesarias para hacer sostenible la vida (tareas de asistencia mutua, de cuidados, de producción cultural, de integración social) están producidas bajo principios de reciprocidad de comunidades sociales.

No hay individuos ajenos a esta realidad material del mismo modo que no hay coches que se muevan sin que actúe la ley de la gravedad. Este tipo de labores, consideradas como no-trabajo o como no-productivas puesto que carecen de expresión monetaria, son el elemento esencial, el ejercicio social fundamental que sustenta toda práctica económica. Así mismo, y podríamos decir que de manera acentuada, pasa en la esfera cultural. Cómo analizó el geógrafo David Harvey, un claro ejemplo lo encontramos en toda la ingeniería de branding metropolitano de ciudades como Barcelona, que se sustentan en la producción cultural cotidiana y en los rasgos diferenciales fijados en el territorio (ya sean singularidades patrimoniales, climáticas o sociales). La renta monopolista que han extraído sectores productivos concretos como el inmobiliario o el turístico toma como base (como capital fijo) recursos comunes producidos comunitariamente. La acción de las políticas culturales las tenemos que analizar como pura economía política de la cultura que, si bien entiende estos recursos como parte de la cadena de valor, los desplaza de la fórmula cuando se trata de hacer cálculos y redistribuir las rentas económicas que se extraen.

En ese mismo sentido, este informe publicado hace poco ‘The Internet and the Creative Industries: Measuring Growth within a Changing Sector Ecology’ (Oliver & Ohlbaum Associates Ltd, 2013) es muy interesante, pero tal vez por motivos diferentes a sus objetivos. En este estudio, queda patente como el conjunto de comunidades que “rodean” a las industrias creativas en la red son el recurso básico de su producción. De hecho, esto no sólo pasa en Internet, sino que la red simplemente hace más fácil hacerlo visible ya que permite trazar ese cúmulo de interacciones, externalidades y flujos cognitivos que se producen fuera de las empresas. No hay espacios económicos que no se nutran de procesos colectivos, sean culturales o del tipo que sean. Esta tendencia histórica propia del proceso de acumulación capitalista, sólo puede ser revertida por instituciones (estatales, sociales, comunitarias) y por espacios económicos cooperativos que accionen procesos de redistribución y de intervención sobre los espacios económicos existentes.

No hay política, ni economía, ni cultura fuera de su relación social. Es por este motivo que a veces se dice que no hay cultura que no sea producida colectivamente. Esto no quiere decir que no sea deseable, incluso innegociable, vivir de lo que se produce. Por eso el verdadero reto de esta nueva realidad que vivimos no es tan sólo compartir la riqueza cultural, sino compartir todo tipo de riqueza.

Hacer políticas culturales que fomenten, faciliten o, por lo menos, que no ignoren o no hagan invisible esta potencia productiva de base comunitaria, es una exigencia que tendría que ser entendida como consustancial a la propia naturaleza de la intervención pública. Situar «al mercado» como regulador social y cultural, entendiendo que aquellos que producen cultura o creatividad son una tipo de sujetos económicos (empresas culturales, emprendedores culturales, industrias creativas), sólo se puede entender si hay argumentos de peso para negar esta realidad social. El ridículo referente que tenemos en este sentido es negacionista, cuando Thatcher insistía en aquel mantra cultural de «la sociedad no existe». Prácticas económicas que van desde la economía social, cooperativas de software libre, la gestión comunitaria de espacios culturales en el territorio urbano o la gestión comunal de recursos naturales, producen instituciones y marcos normativos que parten del reconocimiento de esta realidad social comunitaria. Estas prácticas entienden que no hay orden social más virtuoso que producir recursos de dominio público, recursos que tanto puedan nutrir una práctica económica que asegure la subsistencia de las tareas consideradas productivas como las tareas consideradas socialmente reproductivas.

Sin duda, faltan argumentos para justificar porqué se tienen que invertir dinero público en prácticas económicas donde el único retorno comunitario está mediado por mercados sin control social, en prácticas económicas que subsumen la producción social bajo la figura del emprendedor cultural, en prácticas económicas que son posibles en tanto que hay protocolos legales estáticos que determinan las formas de producir y de distribuir servicios y productos. Vemos que, paradójicamente, las intervenciones públicas para producir mercados culturales ignoran toda la sustancia social que los hace sostenibles. La actual innovación económica en el ámbito cultural, conducida por prácticas que enriquecen en lugar de dilapidar los bienes comunes, la cultura libre, la federación de espacios de cultura abierta, etc. resta muy lejos del discurso de las industrias creativas. Prácticas que incentivan, nutren y dan cuerpo a cuencas de recursos de acceso público. Una forma de hacer política pública al margen de la propia administración de lo público.

Esto abre una pregunta de la que cuesta encontrar una respuesta sensata: ¿cuál es el sentido político de una política pública que fomenta una sociedad de pequeños propietarios que conducen a un mercado aquello producido comunitariamente?. Por otro lado, ¿es el mercado existente el mecanismo que tiene que validar quién extrae provecho de su tarea en el ámbito cultural? ¿Se puede seguir asegurando que este mecanismo es neutro, democrático, justo, esquidistante y que genera las condiciones deseables o es el mercado cultural –como todo mercado– un espacio profundamente político? ¿Las políticas culturales tienen que estimular y reproducir condiciones de mercado que excluyen del espacio de extracción de rentas a ciertas capas sociales, estipulan qué es y que no es productivo, qué es y qué no es cultura, qué tiene que tener retribución monetaria y qué cosas no? ¿Tenemos que ignorar que los mercados son posibles gracias a la gestión comunitaria y a recursos que producimos entre todos y todas?

El hecho es que nunca se podrá diseñar un mercado donde la gestión comunitaria no esté presente. El reto político al que nos enfrentamos es diseñar y accionar mercados que aseguren la sostenibilidad y riqueza de esta realidad material.

 

Estas reflexiones son absolutamente deudoras de las investigaciones realizadas con Jaron Rowan, Clara Piazuelo, Eli Lloveras y Marc Vives en YProductions durante los 10 años que trabajamos juntos en el ámbito cultural. Por si interesa, dejo el enlace a uno de los documentos que generamos muy relacionado con lo que aquí se comenta: “Nuevas economía de la cultura: tensión entre lo económico y lo cultural en las industrias creativas

Un comentario sobre “La econonomía de la cultura no existe”

  1. Es totalmente cierto que también hay una economía política de la cultura pero es absolutamente incierto que no haya una economía de la cultura, la discusión ha sido infértil porque no había una definición del producto que se intercambia o que circula en el mercado, dejando desierto el sujeto a administrar económicamente hablando. Por eso nuestro equipo de investigadores auspiciados por una beca del CONACULTA en México publicamos un libro que explica la naturaleza del producto artístico cultural y lo identifica como un bien mercadológicamente susceptible de metrizar. Está a la disposición de la comunidad para tomar la discusión desde bases científicamente demostrables. http://www.artsandmarketing.com

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