La defensa de los bienes comunes y de instituciones público-comunitarias

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Texto  junto a Laia Forné publicado en la Revista Nous Horitzons

Los derechos son un campo de lucha. Todas las normas escritas (y no escritas) que constituyen la vida social se han construido históricamente a partir del choque entre multitud de intereses sociales. Intereses de clase, de género, coloniales; intereses codificados en relaciones de poder, privilegios y asimetrías. El Estado como forma de organización social y política se tiene que situar en esta dinámica histórica y social conflictiva, no como una herramienta o un objeto de estudio atemporal y sin territorio. Dicho de otra manera: el Estado como relación social, como expresión institucional de formas de dominación, emancipación o confrontación entre segmentos sociales con condiciones materiales y esquemas de vida diferentes [1]. Del mismo modo, el conjunto de reglas que determinan o influyen a la hora de tener acceso, hacer uso, gestionar o extraer beneficio de todo recurso derivado de la producción social no son otra cosa que un terreno en disputa.

Se ha insistido demasiado en pensar los derechos sociales como una garantía pública incondicional y en situar los bienes comunes como recursos naturalmente asegurados. Sin embargo, tanto los derechos como los bienes comunes son espacios de conquista social. Si el derecho a la ciudad puede pensarse desde esta misma lógica, será gracias a que se cuestionan aquellos dispositivos que normalizan desigualdades urbanas y se desmontan los discursos que relatan la ciudad como un espacio al que se accede por méritos naturales.

La ciudad no es una arcadia idílica y coloreada. Las características socio-espaciales de un entorno urbano son producto de intervenciones públicas, sociales, financieras y mercantiles que se integran o se enfrentan a una geografía de poder poco dada a generar equilibrios [2]. La defensa de los bienes comunes forma parte de este mismo contexto, donde la autoorganización social surge como reacción o alternativa a las máquinas de crecimiento metropolitanas. Si revisamos los movimientos urbanos del último medio siglo, es evidente que la defensa de los bienes comunes no es la expresión de un derecho natural, sino la energía social necesaria para materializar el derecho a la ciudad. El objetivo de este texto es mostrar que los bienes comunes son instituciones que han formado y forman parte de esta realidad histórica y conflictiva. Guiados por la experiencia de prácticas concretas, queremos aportar algunas reflexiones sobre la posibilidad de nuevas formas institucionales público-comunitarias.

1. ¿Bienes comunes?

A la sombra de la crisis sistÉmica actual, los bienes comunes han resurgido como acción política que cuestiona o tensa el binomio Estado/Mercado. Diferentes formas institucionales de base social –colectivistas, mutualistas, cooperativistas– que forman parte de la historia de nuestras ciudades han tomado un nuevo protagonismo durante la última década. En este sentido, la emergencia de los bienes comunes no solamente se puede atribuir a determinados trabajos académicos o a la actividad de algunos grupos activistas, sino que son fruto del hilo histórico y del contexto social en el cual estamos inmersos.

Los bienes comunes no solo son recursos –el agua, el espacio público, el territorio, etc.– con unas características concretas –rivalidad en el consumo y no excluyentes en el acceso– sino que son el producto de una comunidad activa que los gestiona bajo normas compartidas. Cuando hablamos de bienes comunes nos referimos a recursos gestionados comunitariamente que generan beneficio colectivo; procesos de gestión, control y regulación de recursos que tienden a descansar sobre principios de justicia social. A partir de esta definición amplia, hay que tener en cuenta –como demuestra el trabajo de la politóloga americana Elinor Ostrom [3]– que más que ser fruto de teorías abstractas, los bienes comunes provienen de prácticas y experiencias históricas que han perseverado en el tiempo o que se dan cotidianamente en ámbitos de interacción social. Los bienes comunes y las comunidades son definiciones contextuales que toman sentido según se desarrollan en procesos sociales vivos, en prácticas de autogobierno de infraestructuras, equipamientos o derechos.

Así pues, por bienes comunes no nos referimos a un recurso o una cosa que es “naturalmente” común o que se produce en cualquier esquema de relación colaborativo. Cuando hablamos de bienes comunes estamos aludiendo a un recurso pero también a las normas que regulan su uso, a la comunidad activa que produce en la práctica estas normas y a la fuerza de trabajo y saberes necesarios para diseñar y practicar su gobernanza. No hay nada “natural” en el estatuto común de este tipo de bienes, más bien se trata de recursos gestionados por instituciones sociales dinámicas.

En uno de los capítulos más conocidos de El Capital, centrado en la acumulación originaria, Karl Marx ya explicaba cómo la desvalorización de la gestión comunitaria está directamente relacionada con la valorización capitalista de recursos esenciales para la vida social. El paso de una economía feudal a una economía de base capitalista vino acompañado por un proceso violento para expulsar a las clases campesinas de las tierras comunales, medios que constituían su principal fuente de supervivencia. Los cercamientos (enclosures) fueron el conjunto de prácticas de saqueo, acompañadas en muchos casos por leyes parlamentarias, bajo las cuales se separó a las clases campesinas de sus medios de producción. Marx respondía así a la supuesta transición natural y armoniosa defendida por los economistas liberales, quienes relataban que el origen del capital provenía de los ahorros de los trabajadores más previsores.

Ampliando estas ideas clásicas del materialismo histórico, el geógrafo David Harvey [4] ha dedicado gran parte de su investigación a explicar cómo el capitalismo urbano necesita encontrar campos rentables para la producción y absorción de los excedentes de capital. La crisis actual es un claro ejemplo. La etapa contemporánea del capitalismo ha sufrido varios procesos de sobreacumulación, es decir, la generación de continuos excedentes, ya sean de trabajo (creciente desocupación) como de capital (sobreabundancia de mercancías que no pueden venderse). Frente a estos ciclos de sobreacumulación, la urbanización se ha usado para eludir procesos de desvalorización, absorber los excedentes y ampliar el circuito de acumulación sobre el territorio. Este proceso desarrollista corre en paralelo a prácticas de desposesión social, donde la intervención desde el Estado para abrir espacios al mercado capitalista corrosiona la garantía de los derechos sociales. Frente a este proceso continuo de desposesión, frente al intento reiterado de insertar recursos y derechos en el mercado para mantener y ampliar los circuitos de acumulación capitalista, la defensa de los bienes comunes no funciona como mero reclamo de su gestión, sino que se expresa como parte de este conflicto, como pulso entre este proceso de mercantilización y un movimiento contrario de autoprotección social. Si bien muy simplificado, la defensa de los bienes comunes está en el centro de este doble movimiento que ya relataba Karl Polanyi [5], donde ciertas mercancías ficticias –trabajo, territorio, dinero, saberes– buscan ser comunalizadas, es decir, reinsertadas como base de los lazos sociales.

Los bienes comunes han sido históricamente la implementación práctica de principios de democracia directa y autogobierno en procesos sociales que extraen recursos o intentan mantenerlos fuera de los circuitos de valorización capitalista. Es desde esta materialidad, desde este cúmulo de fuerzas sociales organizadas y de prácticas institucionales, que los bienes comunes son la expresión práctica de la defensa del común.

2. Prácticas de defensa de los bienes comunes: La Guerra del Agua en Bolivia y las clínicas sociales en Grecia.

Tal y como ocurrió en el capítulo fundacional del capitalismo, los cercamientos de las tierras comunales y la expulsión de las clases campesinas al “mercado libre” siguen constituyendo la lógica con la cual el capitalismo busca desplazar cada ciclo de crisis. Cómo nos recuerda Harvey, las diferentes fases del capitalismo se apoyan en la histórica y actual mercantilización y privatización de la tierra, en la expulsión de poblaciones originarias y en la conversión de varias formas de derechos de uso y propiedad –común, colectiva, estatal– en derechos de propiedad exclusivos.

Un proceso claro donde esta batalla se materializó geográfica y temporalmente fue La Guerra del agua en Bolivia. Entre enero y abril del 2000, un conjunto de protestas se levantaron en Cochabamba como respuesta a la privatización de la provisión de agua potable. Los críticos del neoliberalismo Laval y Dardot [6] recuerdan las palabras de la militante india Vandana Shiva que ilustran el enfoque político de estas prácticas de reapropiació del común: “Si la globalización es el cercamiento final de los comunes –nuestra agua, nuestra biodiversidad, nuestros alimentos, nuestra cultura, nuestra salud, nuestra educación– recuperar los comunes es el deber político, económico y ecológico de nuestra época”. Esta declaración no solamente resume la tendencia a pensar los comunes como un proceso de reapropiación de aquello que constituía la sustancia básica de la sociedad, sino como espacio de embate frente a las prácticas que reproducen la subordinación del Sur frente al Norte. A su vez, ponen sobre la mesa como el Estado capitalista genera condiciones institucionales para garantizar que el mercado pueda ampliar el espacio sobre el cual generar excedentes. En el caso de Cochabamba, una organización supraestatal –el Banco Mundial– promociona a una multinacional norteamericana –Bechtel Corporation– para ser contratada por el entonces Presidente de Bolivia –el antiguo dictador Hugo Banzer– quien previamente generó el marco institucional para poder asegurar la legalidad de la privatización. Frente a estas prácticas de desposesión, que no solamente encarecían el precio del agua y limitaban su acceso, sino que además destruían los sistemas comunales que la gestionaban, la Guerra del agua fue uno de los procesos de organización social que materializó la defensa contemporánea de los bienes comunes.

Una década y media más tarde, tenía lugar en Grecia un proceso con características muy diferentes pero conducido por un conflicto similar. En 2014, los servicios de salud pública en Grecia habían dejado de asistir a personas que no podían pagar su seguro, dejando a un 30% de la población sin cobertura sanitaria. A la vez, se cerraron clínicas de atención primaria y hospitales, y cada vez se hacía más grande el número de despidos de profesionales de la salud. Para responder a esta situación de emergencia, se desarrolló una red nacional de Clínicas Sociales de carácter comunitario. Con un total de 30 Clínicas Sociales conectadas para intercambiar información y medicamentos, esta red organizó acciones para tratar de garantizar el acceso libre y universal a la atención sanitaria. Nacida con el objetivo de proporcionar servicios de atención primaria de forma gratuita a personas excluidas del sistema sanitario público, esta red no nació para realizar una tarea caritativa, sino que respondía a la autoorganización social y a la creación de lazos comunitarios sostenibles. En las clínicas sociales se ha hecho un esfuerzo constante para alentar a los pacientes a participar en acciones –ejerciendo presión sobre los hospitales para que acepten pacientes sin seguro médico– y para luchar por sus propios derechos. A su vez, la red ha cooperado con otros movimientos sociales y políticos, con sindicatos y organizaciones para actuar conjuntamente en la lucha por los servicios de salud gratuitos y de acceso universal.

3. La defensa de los bienes comunes como producción de nueva institucionalidad

La red de las clínicas sociales planteaba reorganizar el sistema sanitario público-estatal y proponía el reto de entender la salud como un bien común, como un derecho incondicional que se garantiza gracias a su continua defensa desde la organización social. La Guerra del agua ponía límite a los procesos de mercantilización de recursos básicos y sirvió como espejo para el levantamiento de otros movimientos indígenas en Latinoamérica. Los dos procesos, si bien en ciclos y en condiciones institucionales y geográficas muy diferentes, ponían en crisis la lógica privatizadora del programa neoliberal y denunciaban la connivencia entre holdings financieros y corporaciones multinacionales con las instituciones públicas.

De estas y otra multitud de prácticas podemos extraer algunas reflexiones útiles para el momento actual. Por un lado, vemos que la defensa de los bienes comunes consigue una escalera territorial y social que va más allá de la particular gobernanza comunitaria del recurso. De lo que se trataba en ambos procesos no era de defender un espacio comunitario cercado en el cual construir una realidad paralela a la desposesión social, sino de organizar procesos amplios de defensa del común a partir de luchas concretas. En este sentido, hay una reflexión que toma forma de precaución: la autoorganización no puede ser –actualmente– la única manera de proveer servicios de primera necesidad y, sin duda, tienen que existir varias formas institucionales del público-común. En estas prácticas de defensa de los bienes comunes vemos cómo se practican formas de solidaridad que permiten sostener momentos de crisis y reafirmar vínculos sociales a la vez que se defiende el acceso y la universalidad de los derechos. Una reclamación preceptiva o normativa sobre quién tiene acceso a los recursos, cómo se asignan y cómo se toman decisiones sobre ellos. Es a partir de esta estrategia múltiple y por momentos contradictoria cuando estas prácticas comunitarias funcionan como espacios de reinvención de las instituciones públicas.

En contextos de recortes sociales, disminución de la capacidad inversora y necesidad de dar respuesta pública a nuevas demandas sociales, las administraciones locales y, en general, “aquello público”, se tiene que reinventar en un nuevo e incierto escenario. Es frente a esta nueva realidad que la carencia de recursos público-estatales (ya sean recursos materiales, organizacionales, creativos) conduce a encontrar otras vías a través de prácticas de “corresponsabilidad” con la ciudadanía. Pero paralelamente a la posible construcción de un sistema de bienestar que articule garantía pública de derechos, prácticas de autogobierno y confederalismo entre municipios (Commonfare), también vuelve la amenaza de un “Estado mínimo” excluyente con perspectiva anarco-capitalista. Nos referimos a una forma de organización política que parte de entender la propiedad privada y la forma mercancía como principios reguladores, que concibe la gestión comunitaria como interacción entre sujetos propietarios, niega la necesidad de mecanismos que redistribuyen el producto social y fortalece los ámbitos de gestión privada y de exclusión social.

Si la respuesta a esta crisis es la política del común, esto supone una reinvención de lo público. Pero esta política del común tiene que estar conducida por instituciones público-comunitarias que garanticen el acceso universal a los derechos sociales y donde los derechos de uso (y no la propiedad) tienen que ser el eje jurídico de la transformación social y política. No puede haber ambigüedades en este terreno. Estos principios de justicia social, autogobierno y derechos de uso son los que han conducido históricamente la defensa y construcción del común. De esto depende que fomentar la gestión comunitaria de recursos sea una mera vía para sostener temporalmente las quiebras estructurales de un sistema que seguirá produciendo desigualdades o el desarrollo de un poder instituyente público-comunitario más justo e igualitario.

 

Autores

Laia Forné Aguirre | Asesora de la Regidoria de Participació i Territori de l’Ajuntament de Barcelona
Rubén Martínez Moreno | Miembro de La Hidra Cooperativa

Referencias

[1] Nos referimos al enfoque iniciado por Nicos Poulantzas y ampliamente desarrollado por Bob Jessop donde el Estado no se analiza como una esencia autónoma, sino como relación social, o en palabras de Poulantzas, como “condensación material de una relación de fuerza entre clases y fracciones de clase, tal como se expresa, siempre de manera específica, en el seno del Estado” en Nicos Poulantzas (1978) Estado, poder y socialismo. México: Siglo XXI

[2] Respecto a estas dinámicas territoriales que reproducen las desigualdades sociales, es interesante la investigación “Barrios y crisis” del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas. En este estudio se analizan los impactos de la crisis sobre las desigualdades socioespaciales en Cataluña y se analizan el tipo de respuestas que se están dando a esta situación desde los mismos barrios. Para más información http://barrisinnovacio.net/barris-i-crisi

[3] Elinor Ostrom (1990) Governing the Commons: The Evolution of Institutions for Collective Action. Cambridge University Press

[4] La bibliografía donde David Harvey trata estos temas es extensa, pero como compendio divulgativo de las principales tesis que ha trabajado, es interesante el título: David Harvey (2014) 17 contradicciones y el fin del capitalismo. Madrid: Ed. Traficantes de Sueños.

[5] Karl Polanyi (1992) La Gran Transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. México: Fondo de Cultura Económica.

[6] Christian Laval y Pierre Dardot (2015) Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Barcelona: Ed. Gedisa.

 

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