


Artículo originalmente publicado en El Diagonal
No soy indepe. Y no por una cuestión emocional o identitaria, sino por una cuestión material. Reconozco sentir algo de vergüenza ajena cuando ser indepe viene justificado por sentirse “muy no sé cuantos”. ¿Un conjunto de emociones encontradas son el motivo para levantar una nueva arquitectura de instituciones que intenten determinar, facilitar o reprimir decisiones comunes? Por el mismo motivo, me da pereza máxima el argumento del unionismo patrio que se apoya en el sentirse “muy no sé qué”. ¿En serio?¿una emoción, un Estado?. No hago parodia. Hay posiciones fundadas en argumentos random como “hay algo en la historia de España a la que me siento ligado y forma parte de mi” (dijo el ilustrador Juanjo Sáez) o en no querer “que me hagan elegir entre Miró y Velázquez” (dijo el político Iceta). Chispeante.
Dejando atrás las guerras cultural-nacionales, mi principal problema es que nunca sé a qué libertad nos referimos cuando hablamos de la independencia de Catalunya. Sin ironía. No tengo ni idea. De ser un Estado, las dependencias de Catalunya serían como las de cualquier Estado europeo. Catalunya no es singular ni especial. ¿Lo es?. Casi diría que la intervención del aparato institucional catalán ha logrado erosionar algunas marcas de distinción catalanas. Más que hacerla especial, la han vulgarizado. Pienso, por ejemplo, en la insistente promoción institucional de una identidad cultural hegemónica muy particular que ha omitido el imaginario republicano y obrerista catalán. Las estructuras (culturales) del Estado (autonómico) ya han producido pérdidas de diversidad. Ni te cuento lo que harán unas “estructures d’Estat” que dependan de ese rumbo institucional.
En cualquier caso, decía, lo que es una certeza es que las dependencias de Catalunya serían como las de cualquier Estado europeo. Se puede entender que la independencia, como dice Marina Subirats, sea la única utopía disponible. Es comprensible que, emocionalmente, pueda ser útil una imagen idílica de Catalunya frente a una imagen barroca y casposa de España. Y que haya un seguido de hechos concretos –decenas, cientos– para desestimar que pueda cambiarse ese producto histórico llamado Estado español pero que se sigan viendo aquellos míticos “elementos de ruptura” en el procés. Una cosa sí que es del todo cierta, y es que, de momento, el procés sobre todo ha servido para recuperar el mutuo reconocimiento entre gobernantes / gobernados y para dejar atrás la crisis de representación de CDC y ERC. Junts pel Sí aprendió algo del 15M y es que la legitimidad y la capacidad de representación de un acontecimiento es hoy mil veces mayor que la de un partido. El vot de la teva vida. Junts per la il·lusió de fer un país nou. La il·lusió. El sentimient comú. Un nou Estat.
Seré básico, pero sigo viendo utópico creer que construir un Estado otorgue libertad si no se cuenta con una amplia correlación de fuerzas favorable a escala europea. Y no por capricho o por sentirse ciudadano del mundo, sino porque el poder neoliberal encuentra su máxima expresión institucional en la Unión Europea. Es terriblemente paradójico querer ser indepe negando el poder. Ese poder que seguirá determinando las decisiones nacionales, ese poder del que un nuevo Estado será dependiente hoy y el mes que viene. Si no se habla de ese conjunto de dependencias y todo se integra en un «sentimiento contra el Estado español” o en un “sentimiento de nación que nos une” apenas rozaremos contenido político mínimamente relacionado con la libertad como ausencia de dominación.
A los neoliberales se les puede criticar todo lo que se quiera, pero nos han dejado algunas lecciones. La principal: no fueron nada utópicos en la ejecución de su proyecto político. Friedman, Hayek, Volker, Thatcher, Reagan, Greenspan, no compartían un sentimiento, compartían un mismo diagnóstico sobre el papel del mercado y del Estado y sobre todo, muy muy importante, eso tenía una expresión institucional cuyo objetivo era enfrentarse al poder existente. Ojo, al existente, no a las parcelas emocionales que uno quiere incluir en una proyección naïf del poder. Esa agenda nada tenía que ver con un «d’això ja en parlarem» o de un «sentimiento común que nos une”. Nada.
Desde su primer minuto fundacional, el neoliberalismo empujó medidas que hacían operativo un contrapoder que no tardó en mostrar su escalabilidad. Por un lado, potenció el monetarismo, con la consecuente fractura social debido a los altos niveles de endeudamiento de las clases populares. Por otro lado, concentró en pocas manos las prácticas de mayor rendimiento de la actividad capitalista, intensificando el dominio de las finanzas sobre el resto de las facetas de la economía. Este paulatino proceso de financiarización de la economía, que empezó a fraguarse en los acuerdos de Bretton Woods del 75, sigue a día de hoy expandiendo los territorios que esquilmar y practicando el gobierno por deuda donde sea que haya una potencia viva que busca su sustento. Estos procesos acompañan una nueva división internacional del trabajo y su despliegue concretos en regímenes de dominación territorial, como la división continental del trabajo a escala europea. Todo esta maquinaria intervencionista, arrastró las crecientes desigualdades entre Norte / Sur, que no son tanto la consecuencia, como la base estructural (territorio dominador/ territorio dominado) que asientan en el plano territorial el proyecto neoliberal.
Muera el mito: el neoliberalismo no tiene nada de «libre mercado». Al revés. Los neoliberales conquistaron el Estado y lo usaron de forma decidida para reproducir el poder económico y las desigualdades. Intervinieron duramente sobre el mercado global para diseñarlo a su medida. Eso les aseguraba dominar las relaciones de poder y, a su vez, alejarse del efecto de una posible inversión de autoridad sobre la que había sido su herramienta principal: el Estado-nación. Todo esto con una escala de juego de gama alta, componiendo alianzas transversales de clase, presionando a gobiernos y a medios de comunicación, conquistando la hegemonía a través de tesis simples y concisas que también se mostraron seductoras para las aspiraciones crecientes de las clases medias. Así consiguieron una amplia correlación de fuerzas que les permitía dar pasos para materializar su proyecto político a diversas escalas, superando poco a poco el estatalcentrismo. En definitiva, el neoliberalismo consiguió materializar y normalizar su poder en la medida que auguraba la película Network (1976) de Sidney Lumet: “Es el sistema internacional monetario que determina la totalidad de la vida en este planeta. Es la estructura atómica, subatómica y universal que configura las cosas hoy”
En un artículo donde analizan la coyuntura griega, Isidro López y Emmanuel Rodríguez ponen en crisis la existencia de un Estado-nación que sea “capaz de gobernar y encauzar medio siglo de especializaciones locales —como la de España como receptor turístico y soporte de los ciclos inmobiliarios europeos—”. Modelo de especialización financiero-inmobiliario que, por cierto, también ha ido asumiendo Catalunya y que la asimila al resto de las economías del Mediterráneo español. Un modelo de especialización que sirve al centro de mando alemán, el verdadero sujeto rentista de este despliegue territorial de dependencias que alcanza superávits a costa del endeudamiento del sur. Manolo Monereo, se preguntaba recientemente en una entrevista qué tipo de artefacto es hoy la Union Europea. Su respuesta era cristalina: “la UE es un sistema de dominio, en el sentido político y weberiano del término. La UE hoy es una decantación del proyecto europeo, un meta-Estado, una deriva estructural de los países del sur convertidos hoy en países dependendientes del norte europeo”. La Unión Europea es, en definitiva, el proyecto más acabado del neoliberalismo. En ese sentido, ni España ni Grecia ni Portugal ni Italia son países independientes; son Estados-nación sometidos a un modelo de acumulación capitalista donde son tratados como sujetos subalternos. El poder es la dictadura financiera. El contrapoder se juega dentro de esa unidad geopolítica y geoeconómica conocida como Europa.
Si no se encara la escala del conflicto se pierde la materialidad del mismo. Suspendamos la centralidad de las guerras cultural-nacionales. Situemos frente a la independencia el poder que le corresponde. ¿Va a producir o a garantizar la libertad un Estado que no se enfrenta a ese proyecto ni a esa escala? ¿Tiene algo que ver con la libertad material de las clases desposeídas un proyecto de Estado que no se enfrenta a la troika europea, que no tiene alianzas con el sur europeo? ¿Es sinónimo de libertad un Estado que, en definitiva, da por bueno el neoliberalismo? ¿qué libertad es esa?
No hay libertad en esa independencia ideal. Que utopías y sentimientos gocen de buenísima salud, pero que no logren posponer un proyecto político basado en la verdadera conquista de la libertad material.