Gobernar al rebelde

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texto originalmente publicado en la columna “lotería de palabras” de Nativa.cat

La película Braveheart narra la historia de William Wallace, rebelde escocés que luchó en la primera guerra de la independencia de Escocia. Braveheart relata la vida de una figura heroica sin la que parece imposible imaginar el proceso de liberación de las tierras escocesas frente al dominio de la corona inglesa. Pero más allá de ese relato que nos cuenta el momento de sublevación del líder de una comunidad oprimida, traigo Braveheart para señalar otro tema. Un tema que corre en paralelo a la épica de la película y que es un subtexto típico en las narrativas bélicas. Se trata de la idea de «poder» que contiene Braveheart. De esa noción de un poder soberano, en este caso el Rey de Inglaterra, que busca hacer obedecer a un sujeto rebelde, en este caso William Wallace. En resumen: la idea de un poder soberano que para gobernar al rebelde, tiene que matarlo.

Gobernar matando

Esa noción tradicional de poder soberano que busca la obediencia a través de la espada, establece la guerra como momento cumbre, momento en el que matar es sinónimo de gobernar. Y esto es lo que trasmite la película, es decir, un Rey que sabe que la perpetuación o la extensión de su poder se basa en hacer obedecer matando. Parecería entonces que Braveheart contiene esa idea de un poder cuyo mecanismo esencial es hacer morir. O tal vez no. Tal vez Braveheart habla de un poder algo más complejo, de un poder que desborda esa noción tradicional donde aniquilar al rebelde ya es suficiente para gobernarlo.

En el desenlace de Braveheart, William Wallace es capturado y condenado a muerte. Esta parte final narra justo el momento en el que Wallace va a ser decapitado en la plaza pública. Pero esta secuencia, además del empeño de Mel Gibson por provocarnos el llanto fácil, nos ofrece otras cosas. De hecho, si vemos ese final pensando que matar es gobernar y que en consecuencia liberarse es no morir, se dan dos paradojas: la paradoja del poder soberano y la paradoja del condenado.La paradoja del poder soberano

Por fin, se ha conseguido capturar al rebelde. El líder de la resistencia contra el Imperio inglés va a ser aniquilado públicamente, zanjando por fin la lucha escocesa. Pero el poder punitivo parece no ser suficiente. La condena a muerte por traición no es suficiente. Hacer morir no basta. Antes de suspender la vida del rebelde, el Imperio se ve obligado a pedir su clemencia pública. Para acabar con el cuerpo rebelde, el poder sabe que necesita algo más que decapitar al sujeto rebelde. Aún poniendo un hacha sobre su cabeza, el Imperio se ve obligado a una última negociación. Incluso detentando la vida del rebelde, incluso después de torturarlo y amordazarlo, el poder se diluye en la voz del condenado. Gobernar al rebelde no pasa por matarlo, sino por disciplinarlo. Gobernar al rebelde pasa, paradójicamente, por una decisión del condenado. Si Wallace pide clemencia, será liberado. Si Wallace se rinde a la disciplina del poder, podrá seguir viviendo. Y aquí es donde la concepción de el poder se aleja de la victoria a través de la espada, del gobierno a través de la muerte. El imperio piensa: gobernaremos mejor dejando vivir a un líder que hemos conseguido disciplinar públicamente. Si no pide clemencia, es evidente que el sujeto rebelde va a morir, pero el cuerpo rebelde seguirá más vivo que nunca. El imperio piensa: Matar no es gobernar, bien visto, parece más efectivo disciplinar.

La paradoja del condenado

Si bien pedir clemencia lo va a liberar, William Wallace opta por gritar «libertad». Paradójicamente, decide morir para ser libre. Está claro que la película Bravehart apuesta fuerte por la figura heroica del «líder macho que se sacrifica por los suyos», pero también podemos extraer otra lectura. Ya que, quien grita «libertad» no es el condenado, sino el cuerpo rebelde. El cuerpo rebelde se niega a vivir obedeciendo, se niega a dejarse disciplinar bajo el yugo de un poder dominante que no encuentra más aliado que imponer el miedo. Y es que ese cuerpo no es uno, sino que es muchos. El sujeto que muere es uno, el cuerpo que vive es la multitud rebelde.

Decía Clausewitz que «la guerra es la continuación de la política por otros medios». Michel Foucault invertía ese pensamiento diciendo que «la política es la continuación de la guerra por otros medios». Con esto, Foucault hacía referencia a que las relaciones de poder, tal como funcionan en una sociedad como la nuestra, tienen esencialmente como punto de anclaje una determinada relación de fuerzas, establecida en un momento dado, históricamente preciso, en la guerra y por medio de la guerra. Pero, añadía Foucault:

«(…) si bien es verdad que el poder político detiene la guerra, hace reinar o intenta hacer reinar la paz en la sociedad civil, no es de ningún modo para suspender los efectos de la guerra o para neutralizar el equilibrio que se puso de manifiesto en la batalla final de la guerra. En esta hipótesis, el rol del poder político sería inscribir constantemente la relación de fuerzas, mediante una especie de guerra silenciosa, y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje o la forma de hablar, hasta en el cuerpo de todos».

Gobernar al cuerpo rebelde

Foucault pone sobre la mesa una noción de poder que no es solo jurídica. El cambio se produce al ver que el poder lo que busca no es tanto la obediencia por represión, sino la dominación por sumisión. Que la guerra no es el momento cumbre del poder, sino que esconde la verdadera batalla que se normaliza en tiempos de paz. Gobernar al rebelde pasa no solo por reprimir, sino por disciplinar. No se trata de acabar con el desobediente, sino regular la vida de los posibles rebeldes. No se trata de hacer morir, sino de hacer vivir. De hacer vivir, claro, bajo los valores de un poder dominante. Dar por buenos unos modos de hacer y producir, dar por neutras unas formas de educar y disciplinar, poner límites o confundir sobre lo que es ser libre o no, fomentar la lotería de palabras para confundir el lenguaje. Esa es la verdadera apuesta del poder para gobernar el antagonismo, para evitar hacer pensable otra forma de libertad.

Pero la potencia del cuerpo rebelde no es solo su capacidad de resistencia o liberación, sino su capacidad para imaginar y accionar otro tipo de libertad. Frente a esas formas de biopoder, frente a esos dispositivos que buscan administrar, regir y hacer pensable la vida solo bajo valores dominantes, el cuerpo rebelde no solo se subleva, sino que ha de poder practicar su propia noción de vida y de libertad. El cuerpo rebelde no se deja gobernar porque no se deja disciplinar. Ya que, como decía Spinoza, nadie sabe lo que puede un cuerpo.

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