


texto originalmente publicado en la columna “lotería de palabras” de Nativa.cat
La película ‘El Manantial‘ del director King Vidor (The fountainhead, 1949) está basada en una novela de Ayn Rand, quien participó en la elaboración y supervisión del guión. La trama de la película se centra en Howard Roark, arquitecto que se niega a transigir a los gustos y valores hegemónicos de la sociedad en la que vive, una sociedad totalitaria que no puede asumir la originalidad y funcionalidad de su obra arquitectónica. En gran parte, la película cabalga sobre las ideas de Rand y su «egoísmo racional», elemento base de su particular filosofía liberal. Bajo los presupuestos de Rand, el sujeto debe buscar su propia felicidad no dejándose coartar ni dominar por elementos externos aunque éstos prometan responder al beneficio colectivo. Para Rand, los sujetos individuales son conscientes de la realidad a través de sus propios sentidos; la razón es la única vía para conseguir la felicidad a través del conocimiento.
En la trama de la película aparecen otros personajes que, en conjunto, buscan dar solidez a los valores de Roark, acentuando la higiene moral que guía su egoísmo. Por un lado, Gail Wynand, un afamado magnate dueño de uno de los periódicos con mayor influencia en la opinión pública. Su periódico ‘The Banner’ construye noticias para satisfacer a la masa y su objetivo no es otro que aumentar las tasas de beneficios y acumular poder a cualquier precio. Uno de los personajes más caricaturescos es Ellsworth Toohey, un crítico que ha ganado una posición influyente a base de evangelizar sobre los grandes valores de la arquitectura clásica y que ataca el egoísmo que esconde la obra de Roark. Si bien Toohey siente una profunda y secreta admiración por Roark, sus decisiones están guiadas por una única pulsión que comparte con Wynand: el poder. No falta el amigo del protagonista que ha conseguido escalar obedeciendo, Peter Keating, un personaje que representa para Rand el patetismo del hombre-masa. Por último, Dominique Francon, mujer atormentada por la mediocridad que le rodea y profundamente enamorada del héroe intransigente. Todos los personajes, excepto el protagonista principal, o bien no gozan de moral alguna o bien mantienen un pulso tortuoso entre sus valores más profundos y la necesidad de ignorarlos para poder sobrevivir o alcanzar el mayor éxito posible.
Esta secuencia muestra el discurso con el que Howard Roark se defiende frente a un tribunal popular. El motivo de su comparecencia es que ha sido demandando por atentar contra un gran complejo residencial. Él fue el creador del proyecto, cuyo planteamiento fue corrompido al ser rediseñado por otras manos en su desarrollo final. Su única condición al aceptar el encargo fue que se respetara la integridad de la obra, pacto que no se cumplió y que le condujo a tomar la justicia por su mano destruyendo (con dinamita) el resultado final. Roark argumenta no buscar el beneficio económico o el poder con su trabajo, sino su propia autorrealización, principio que le ha sido guillotinado. Según los promotores del proyecto, Roark ha atentado contra el interés colectivo, incapaz de entender que los cambios mejoraban su propuesta inicial.
Entre otros muchos aspectos, una de las críticas de la película va dirigida al utilitarismo, ética bajo la que toda decisión ha de buscar el máximo bienestar para el mayor número de gente posible. La intención de esta crítica es evidente cuando Roark añade en su discurso que: «El parásito piensa que el hombre es una herramienta para ser utilizada, que ha de pensar como sus semejantes, que ha de actuar como ellos y vivir la necesidad de la servidumbre colectiva prescindiendo de la suya». Para Ayn Rand, bajo el utilitarismo «los hombres son un medio y no un fin».
La libertad individual
Lo que realmente me llama la atención del discurso de Howard Roark son una serie de afirmaciones que tienen larga cola en cierto pensamiento liberal. Roark dice que «la mente es un atributo del individuo, es inconcebible que exista un cerebro colectivo» o que «el hombre llega al mundo desarmado, su cerebro es su única arma». Su idea de libertad queda definida cuando asegura que «la mente razonadora no puede funcionar bajo ninguna forma de coacción, no puede estar subordinada a las necesidades opiniones o deseos de los demás. No puede ser objeto de sacrificio, el creador se mantiene firme a sus convicciones». Seguro que estas provocaciones podrían llevarnos al debate sobre el sujeto creador frente a la inteligencia colectiva o a cuestionar frontalmente que todos partimos de la misma posición, pero quería centrar el interés en otras cuestiones, tal vez paralelas. En concreto, en las ideas de sujeto y libertad de las que habla Roark.
En su empeño por definir un sujeto singular, íntegro y fiel a su idea de libertad individual, el discurso de Roark parece rozar el absurdo. El sujeto que describe Howard Roark es un sujeto incorpóreo, transcendente, sin pensamiento situado ni influenciado. A priori parece presentarse como un sujeto sin lazos constitutivos, sin un espacio de reflexión más allá del que él mismo ha construido, sin influencia externa que le lleve a plantearse lo que se plantea o que le induzca a tomar las decisiones que toma. El discurso de Roark mezcla y confunde cándidamente lo colectivo con la dominación, confunde lo común o la acción colectiva con la acción opresiva de un Estado totalitario. Defendiendo una particular idea de libertad individual, se ve forzado a dibujar un sujeto que ha nacido en algo parecido a una isla desierta insonorizada y que piensa y vive sin vínculos ni interdependencias, ya sean sociales, culturales o políticas. El sujeto con el que se describe Roark es un sujeto que no existe, una abstracción sin territorio.
De hecho, reflexionar sobre «el interés colectivo» frente a este tipo de «libertad individual» solo puede funcionar caricaturizando algunos temas que hoy son del todo claves (si es que alguna vez dejaron de serlo). En ‘El Manantial’, los órganos que prometen velar por la igualdad, por la democratización de los recursos o por el interés colectivo se muestran como dispositivos represores del talento individual, como fábricas de masas adocenadas cuyas preferencias, valores y gustos han sido modelados hasta conducirlos a la estupidez. El Estado, como único garante del interés colectivo, está representado en su perfil más represor, censurando valores que exceden la norma, sancionando actitudes que no son consideradas normales. El Estado paternalista, construye una sociedad que desconfía del poder de autogestión y de la libre decisión de sujetos emprendedores. En cierto modo, lo que se expone es la clásica contradicción que el liberalismo de tintes Randianos veía en el socialismo: las acciones con las que se busca producir igualdad entre los sujetos son, en el fondo, una continua interferencia en la libre decisión de los individuos. O, dicho de otro modo, el diseño de mecanismos institucionales para producir igualdad solo pueden construir una maquinaria de dominación y expropiación de la libertad individual. En esta lógica, parece no percibirse ningún tipo de dominación ni explotación capitalista, solo hay un Estado opresor y una masa gris vendida al pensamiento hegemónico que no deja libertad al creador, obligado a ensuciar su entereza moral y su libertad individual para poder sobrevivir. No por otro motivo, Ayn Rand pensaba que un verdadero mercado libre, un régimen social propiciado por un espacio económico homogéneo (otra abstracción) era el lugar donde los sujetos podían realmente vivir sin atentados a su libertad individual. Un espacio de negociación libre de coacciones donde el Estado solo asumiría algunas funciones mínimas y donde los hombres con talento e integridad podrían escalar gracias a sus propios méritos.
Los atributos individuales como acervo común
Sería capcioso y nada útil pensar que esta es la idea de libertad individual de «el liberalismo», puesto que pensamientos y escuelas liberales hay muchas y no todas comparten la visión de Ayn Rand o las que parecen nutrir el personaje de Roark. Tampoco hay que pensar en King Vidor, el director, como un productor de panfletos, ya que tanto esta película como el conjunto de su filmografía plantean un ideario político sin duda complejo. Pero esa idea de libertad individual, esa idea de hombre solo comprometido consigo mismo, de sujeto hecho en base a una moral íntegra y creador y propietario de sus atributos, sí que es interesante revisarla a manos de otros pensadores liberales. En este debate entre liberales, tal vez tendremos que aceptar que uno se compromete aunque no quiera, que uno siempre es muchos y que si hay algo a lo que podamos llamar libertad, ésta siempre será compartida e interdependiente.
Michael Sandel, filósofo estadounidense que se define en la corriente del comunitarismo, ha hecho un buena reflexión tanto sobre tendencias liberales que defienden el papel del Estado como mecanismo para producir condiciones de igualdad como sobre tendencias más anarcoliberales o, como a veces se las ha llamado, «anarquismo de derechas». En su libro ‘El liberalismo y los límites de la justicia‘ (2002) Sandel enfrenta a John Rawls, el liberal del Estado del bienestar y a Robert Nozick, el padre del conservadurismo libertario. La discusión de Sandel con los principios de ‘la teoría de la justicia’ de Rawls (muy meticulosa e imposible de sintetizar aquí) ofrece una buena reflexión crítica a la libertad individual que ilustra Howard Roark en ‘El Manantial’.
Empecemos por lo que el libertario conservador y el liberal del Estado del bienestar tienen en común. Tanto Nozick como Rawls se sitúan en contra del utilitarismo, considerándola una doctrina ética que niega la distinción entre las personas. Ofrecen, en cambio, una ética basada en los derechos, que creen puede garantizar una libertad más completa de los individuos. Este encuentro entre ambos en contra del utilitarismo respondería a algo así: «si bien nosotros mismos podemos decidir padecer dolor o hacer un sacrificio para beneficiar a otros/as, no puede existir una entidad social que tome esa decisión por nosotros». La gran diferencia es que Rawls cree que las desigualdades sociales y económicas solo son permisibles cuando benefician a los menos privilegiados. Nozick, en cambio, cree que la justicia consiste en intercambios y transferencias voluntarias, excluyendo completamente las políticas redistributivas y negando el papel de una institución pública que deba cumplir esa función. Rawls defiende la necesidad de la intervención pública puesto que deben existir mecanismos que, en la medida de lo posible, igualen el punto de partida de los sujetos. Para Rawls, los atributos, talentos y capacidades de cada uno/a no son una posesión individual, sino que son un acervo común. Cada uno de nosotros y nosotras simplemente custodiamos ese acervo común o, lo que es lo mismo, no somos propietarios individuales de nuestros atributos.
Como dice Rawls «no merecemos el lugar que tenemos en la distribución de dones naturales, como tampoco nuestra posición inicial en la sociedad». La moraleja sería, como señala Sandel, que una vez se acuerda que «la distribución de talentos es un acervo común, poco importa cómo han llegado algunos a residir en ti y otros en mí. Lo que va a hacer que esto sea justo o injusto no es que tu tengas esos atributos y yo no, lo que va a hacer que esa situación sea justa o injusta es el modo en que las instituciones actúan respecto a estos hechos». Nozick, como haría Ayn Rand, no acepta en absoluto esa visión. Pensar que nuestros atributos pertenecen a un acervo común y no a cada uno de nosotros es, en el fondo, atacar la integridad del individuo. Nozick ve en Rawls una tremenda contradicción, puesto que si mis atributos en el fondo no me pertenecen y yo solo soy su custodio, ¿Qué soy yo? ¿De qué tipo de yo estamos hablando? ¿Qué queda de mi si mis atributos no me conforman como individuo?. En la acción de esas políticas redistributivas que parten de entender los atributos como acervo común, Nozick ve una negación del sujeto y un ataque injustificado a la libertad individual, al mérito de cada uno por haber conseguido lo que tiene.
Vínculos comunitarios
Más allá de lo que estas posiciones suponen para imaginar un tipo de modelo social o un tipo de diseño institucional, esta riña entre liberales es muy interesante si la comparamos con las ideas del protagonista de ‘El Manantial’. En el fondo, como hemos visto, John Rawls comparte algunos principios con Robert Nozick, pero lo que fundamenta su desencuentro no son algunos matices, sino un punto de partida completamente diferente. Hay un elemento fundamental del que parte Rawls que lo separa del individuo que imaginan Ayn Rand o Robert Nozick. Rawls está efectivamente hablando de un sujeto, defiende las singularidades presentes en un sujeto, pero su espacio de reflexión no es el individuo. Como apunta ingeniosamente Sandel, el sujeto del que habla Rawls cuando reflexiona sobre nuestros atributos como un acervo común no es el «yo» sino el «nosotros». Rawls está hablando de un individuo intersubjetivo, de un «yo» que solo existe en tanto que comparte espacio social, cultural y reflexivo con otros «yoes».
El propio Rawls afirma que «es a través de la unión social fundada en las necesidades y posibilidades de sus miembros como cada persona puede participar en la suma total de los valores naturales realizados por otros (…) Sólo en una unión social se completa el individuo». Estas uniones sociales van desde «las familias y las amistades hasta asociaciones mucho más amplias. También carecen de límite y de espacio, porque las que se encuentran muy separadas por la historia y por las circunstancias pueden, sin embargo, cooperar en la realización de su naturaleza común». Es así como Rawls, al afirmar la existencia de un acervo común, al afirmar que el «yo» es en tanto que proviene y genera lazos comunitarios, al entender que no existe un «yo» si no es por interacción con otros, supera la visión del sujeto individual, supera la visión de un sujeto desencarnado, incorpóreo y abstracto.
Si volvemos al arquitecto de ‘El Manantial’, tal vez podamos ayudarle a salir de su pantano y del que muchas veces es el nuestro. Bien visto, si revisamos su monólogo, Roark se contradice al situarse como sujeto de existencia separada de aquellos a los que relata como sus predecesores. Pese a que niega durante toda la trama los lazos constitutivos establecidos con quienes convive y omite que lo que piensa viene provocado por un debate colectivo, su «egoísmo racional» le traiciona cuando debe citar la acción de otros para justificar la suya. Paradójicamente, Roark apela a un acervo común a la vez que debe camuflar la naturaleza comunitaria de sus atributos. Roark dice sentirse comprometido consigo mismo, mientras que expresa el compromiso que, ineludiblemente, tiene con otros que le han inspirado y que a la vez determinan su posición.
En su insistencia por remarcar la distancia que le separa de la masa adocenada, Roark olvida que está significándose como parte de un «nosotros». Pese a que sus convicciones parten de una base radicalmente individualista, su discurso despliega una noción comunitarista. Muy a su pesar y aunque le cueste asumirlo, Howard Roark, el egoista racional, está comprometido con una comunidad. Como dice Marina Garcés, «uno no tiene que comprometerse ya que siempre vive comprometido» pese a que tal vez, tengamos que dar un sutil (y violento) paso atrás para darnos cuenta. Y dejar de negarlo.