Autogestión, el germen de las sociedades utópicas

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Texto incluido en el libro «Autogestión. Prácticas DIY» Proyecto de Antonio Ortega editado por la Fundación Joan Miró. 

La autogestión se sostiene sobre una doble ficción. Sobre todo, su noción más convencional, esa que describe los pasos a seguir para llevar a cabo con autonomía una producción social o cultural. La primera ficción es creer que realmente sea “auto”. La segunda, llamarlo “gestión”. “Auto-”, supone que es un ejercicio generado bajo condiciones no dependientes y que ocurre sin estar subordinado a factores o normas externas. La “-gestión” remite a un conjunto de trámites que se tienen que realizar para que aparezca la cosa, pero sin necesidad de producir mercancías o explotar recursos. En un proyecto autogestionado parece que se toman decisiones y se mueven recursos de un lugar a otro sin que eso suponga la inversión de capital en forma de dinero o trabajo.

¿Qué sostiene a esa doble ficción?. Una posible hipótesis es que, en el fondo, esa idea de autogestión es el germen que perdura de los proyectos utópicos modernos. Un anhelo atávico de los seres humanos que consigue perseverar de las maneras más insospechadas. Vista así, la autogestión sería la expresión cotidiana del deseo de vivir en sociedades formadas por sujetos libres y autónomos. Sociedades en las que no existen interdependencias entre individuos, en las que se han extinguido las formas de dominación ejercidas sobre clases subalternas, donde las relaciones de poder se han diluido y donde las instituciones que influyen en nuestro comportamiento son asombrosamente justas y equitativas. Sociedades donde el poder se ha distribuido horizontalmente de la noche a la mañana. Sociedades ideales que nunca han existido pero que siempre han estado presentes en nuestras ensoñaciones.

Lo que caracterizó a la modernidad fue pensar que a través de la razón podíamos llegar a construir una sociedad perfecta. Si algo es característico de la posmodernidad es pensar que una sociedad perfecta no es posible pero la razón nos puede ayudar a creer que ya vivimos en ella. La autogestión es pensable si se asume una contradicción bastante extrema: es un sistema de organización autónoma y libre dentro de una forma de organización social basada en la subordinación y la dependencia. La autogestión es mágica. Ocurre en tanto que contiene los mecanismos para negar lo que realmente la hace posible. Es como la versión utópica del mercado, que se presenta como un mecanismo de interacción social que de manera automática crea condiciones de mutuo acuerdo e igualdad.

El capitalismo utópico

Relacionar esos anhelos utópicos con una tendencia política concreta puede conducirnos a un grave error. De hecho, eso reduciría la capacidad que la autogestión ha mostrado para seducir a escuelas de un arco político muy amplio. No debe sorprendernos que aquello autogestionado responda igual de bien tanto a los arrebatos de los utópicos del mercado como a lo más granado de las utopías comunitarias. La urgente necesidad de desprenderse del Estado –esa ortopedia histórica que solo gobierna en las sociedades imperfectas– siempre ha estado en el primer punto del decálogo anarcocapitalista pero también en las perspectivas marxistas-libertarias. Unos quieren más mercado autorregulado, otros quieren más poder para las comunidades y sus propios mecanismos de gestión. Ambas cosas pueden ser tipificadas bajo esta noción idealizada de la autogestión.

Una revisión interesante sobre las posturas de Karl Marx y Adam Smith se puede  encontrar en ‘El capitalismo utópico. Historia de la idea de mercado’. En este libro de Pierre Rosanvallon no se habla de las diferencias, sino de los valores compartidos entre Marx y Smith. Al fin y al cabo, la sociedad de mercado asume una perspectiva donde el principal sujeto es una sociedad civil autorregulada y ese objetivo último basado en fundar una sociedad de comunidades libres, también la compartía Marx. El tema, probablemente, no es si ese modelo de gestión finalista es más o menos deseado por unos y por otros, sino cómo se alcanza y bajo qué diagnóstico. En eso, ni Marx ni Smith estaban en absoluto de acuerdo. Entre otras cosas, para Smith el mercado capitalista era una institución “natural” de comportamiento equitativo. Para Marx, el mercado capitalista era un proyecto burgués que existía gracias a continuos procesos de expropiación de la propiedad comunitaria y del trabajo ajeno.

Marx y Smith tenían diagnósticos muy distintos, pero resulta anecdótico si la autogestión estaba en la lista de objetivos de uno u otro. La forma Estado está en la lista de favoritos de los neoliberales y también en la de los comunistas soviéticos, pero en absoluto comparten el papel que ha de ejercer el Estado para alcanzar su idea de libertad. Una idea de libertad que para unos se centra en los sujetos individuales que interactúan en un mercado libre y, para otros, en el proceso de liberación de una clase social que consideraban oprimida. Presentar la autogestión como solución o como vehículo para la transformación social, a menudo revela la falta de herramientas para analizar la realidad económica que nos envuelve. O la falta de herramientas o ese oscuro anhelo de una sociedad perfecta a la que parece más sensato dejar de aspirar.

Los gérmenes en gobiernos de escala macro y micro

Esta ruta que ha ido trazando la utopía autogestionaria ha atravesado diferentes formas de entender históricamente la organización social. Pero, por supuesto, también tiene sus versiones contemporáneas. Y no solo esa versión entrañable en la que un grupo de chavales llaman autogestión a financiar con dinero de sus bolsillos –o el dinero de su red familiar– su proyecto. También hay versiones contemporáneas de escala macro que tienen más peligro.

Un buen ejemplo es The Big Society, un programa de gobierno puesto en marcha hace unos años por el Primer Ministro Británico, David Cameron. The Big Society es un programa que empezó a finales del 2009 y fue presentado como respuesta alternativa al llamado despectivamente ʻBig Governmentʼ de los años de laborismo. The Big Society es un programa de escala estatal que sirve como paraguas a toda una serie de medidas con las que se dice querer dar mayor protagonismo y capacidad de decisión a iniciativas de autogestión y comunidades locales. En su presentación inicial, Cameron ya relacionaba el despegue de este programa con la poca operatividad que estaba demostrando el Estado para solucionar problemas sociales. Los excesivos costos y la actitud paternalista del Estado, desactivaban la capacidad de acción comunitaria del pueblo británico. Ese era el principal argumento de Cameron.

Tan pronto se anunció The Big Society, Cameron empezó a recibir críticas. Yvette Cooper del Partido Laborista y entonces Secretaria del Department of Work and Pensions hablaba de la Big Society como “una vuelta al thatcherismo, o incluso el liberalismo del siglo XIX – recortar la acción del gobierno sobre la pobreza, y a su vez espaldar recortes de impuestos para los patrimonios más ricos” Resulta curioso que se acusara a Cameron de compartir los postulados de Margareth Tatcher cuando parecía que estaban diciendo todo lo contrario. Mientras Cameron aseguraba que el futuro de la nación británica debía estar dirigido por una “Gran Sociedad”, Thatcher se destacó por repetir que “no existe algo llamado sociedad, existen hombres y mujeres individuales y existen familias”. Más allá de los trucos retóricos, lo cierto es que a Tatcher no le hubiera importado firmar la Big Society si eso significaba adelgazar el Estado lo máximo posible. Eso sí, adelgazar el Estado en tareas asistenciales, en absoluto hacerlo desaparecer.

Cameron decía una cosa muy reveladora. Aclaraba que “quien fuera el que estuviera aquí y ahora ejerciendo como Primer Ministro tendría que hacer recortes en el gasto público, y si vamos a tener que hacer recortes en el gasto público, no es mejor al mismo tiempo tratar de fomentar un mayor fortalecimiento de la sociedad?” Según Cameron no hay decisiones políticas posibles, ya que recortar en sanidad es algo natural que todo el mundo habría hecho en su lugar.

En realidad, si la autogestión gusta a la derecha conservadora es porque sirve para gestionar las migajas de su idea de mercado y Estado. Nunca oiremos a Cameron hablar de cambiar las formas de gestionar la propiedad del suelo, las finanzas o los grandes contratos de las compañías de suministro. Pasa lo mismo en contextos más cercanos. A Xavier Trias, ex-alcalde de Barcelona, le gustaba la autogestión de espacios vecinales o de huertos urbanos, pero la gestión del Port de Barcelona o del agua por parte de la empresa AGBAR, era un tema intocable que ni tan solo estaba formulado como problema en su agenda de gobierno. Para las formas de gobierno neoliberal la autogestión es un sistema de organización social positivo y una forma de gestión de recursos útil siempre que sirva para gestionar conflictos urbanos o para reducir costes del salario social. Pero el sistema reservado para, por ejemplo, la provisión a escala metropolitana de suministros básicos no es ni la autogestión ni la gestión pública, sino la gestión privada a través de grandes oligopolios.

Es cada vez más evidente que la apelación a la autogestión en plena crisis por parte de grandes administraciones públicas se suele usar como caramelo envenenado. Pero no parece acertado pensar que el espíritu autogestionario es un mecanismo de gobierno que solo se puede activar “desde arriba”. Pensemos, por ejemplo, en ese grupo de chavales que decíamos querían autogestionar sus proyectos. O, incluso mejor, pensemos en el mito del garaje donde ese grupo de chavales partirían de cero para producir sus innovaciones. El mito de garaje es ese en el que una camarilla de jóvenes emprendedores montan sus cacharros en un agujero húmedo que poco a poco se convertirá en una startup hasta que reciban el abrazo cálido de Wall Street. El mito del garaje, el del emprendedor que alcanza el éxito de manera autónoma a través de sus geniales ideas, solo es posible si se niega lo que realmente lo sostiene: el conjunto de saberes, trabajo y riqueza social producida colectivamente. El mito del garaje y el emprendedor son formas de gobierno micro, formas de producir una subjetividad autogestionaria que es posible en tanto que borra la acumulación originaria sobre la que caminan. Resulta curioso que la generación espontánea sea una hipótesis metafísica que las ciencias naturales ya desestimaron hace un rato pero que algunas teorías económicas y sociales insisten en mantener.

¿Nuevo capitalismo socialmente utópico?

La Big Society y el mito del garaje están muy emparentados y, de hecho, se complementan de manera casi perfecta actuando en diferentes escalas. Frente a la crisis de legitimidad, la crisis económica y la falta de medidas para la creación de empleo, la respuesta de algunos Estados europeos ha sido fomentar el “emprendedor social” y la “innovación social”, es decir, “respuestas conducidas por la sociedad civil a problemas que el Estado y el mercado no saben cómo resolver”. Frente a la crisis de legitimidad del Estado ¿quién más legítimo que el propio ciudadano para diseñar servicios públicos? Frente a la crisis económica y la falta de liquidez pública ¿qué servicio público a menor coste puede haber que el realizado de manera autogestionada por la propia ciudadanía? Frente al desempleo ¿qué mejor manera de incentivarlo que a través de fomentar el emprendizaje (el autoempleo)? La utopía autogestionaria muta en programas públicos y en sujetos económicos reduciendo el servicio público a la activación de un mercado de emprendedores sociales. La desposesión de derechos sociales crea un espacio desatendido que abre camino a un mercado “social”.

Estos mercados de servicios de innovación social están formados por las (antiguas) clases medias cualificadas que han visto cómo su promesa de ascenso social a través del trabajo no ha sido culminada. Un trabajo para el que se formaron y que no ha dado los frutos esperados y que ahora, indignados, quieren capitalizar en un mercado más justo, más “social”. Los mismos perfiles laborales que pre-crisis parecían tener garantizados sus mercados “creativos” (arquitectos, urbanistas, diseñadores) ahora se acercan a lo social. No está claro si se acercan por motivación, por convicción, por necesidad, por cinismo o porque las condiciones materiales determinan al sujeto. El caso es que ya existen mercados de innovación social que esperan a expertos, consultores y cazatendencias que sepan cómo funcionan “las prácticas sociales emancipadoras”. Que las analicen, que las codifiquen, y que las repliquen en otros contextos donde la asistencia pública se está retirando y esta particular forma de “autogestionar lo público” ya se va haciendo fuerte. Se trata, en definitiva, de emprendedores sociales que van a prestar servicios basados en tutorizar o acompañar a las comunidades de “afectados” para mejorar sus condiciones de vida, facilitando o directamente sustituyendo el papel del Estado.

Como en la Big Society, el lema de estos nuevos mercados sería algo parecido a “si estás en crisis, busca nuevo capital y consumidores en las comunidades de afectados por la crisis“. La utopía autogestionaria se funde con la crisis del régimen neoliberal, dando lugar a una nueva “tercera vía” rellena de un progresismo cínico en lo social y un liberalismo puro en lo económico.

La solución a los cantos de sirena de las utopías autogestionarias pasa por una doble fase. La primera, admitir y analizar quirúrgicamente las condiciones de dependencia y subordinación bajo las que un porcentaje altísimo de la población solemos subsistir. Siempre es necesario un mapa basado en la crítica a la economía política, no en premisas bienintencionadas y etéreas. La segunda, más que procesos de uso, explotación o instrumentalización de comunidades de afectados, el objetivo debería ser producir espacios de sindicación social. Existen ejemplos históricos y actuales. Los sindicatos obreros diseñaron su lucha a través de colectivizar un problema supuestamente individual (explotación laboral) y crearon sus propias instituciones para empoderarse. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca ha ido construyendo sus propios mecanismos de politización y sindicación a través de convertir en defensa de un derecho social (acceso a la vivienda) lo que se vivía como una culpa individual (no poder asumir una deuda). Las prácticas sindicales parten de entenderse interdependientes con una realidad económica y política para, a través de la solidaridad, poder emanciparse y reducir a su mínima expresión los procesos de dominación.

La autogestión, entonces, podríamos entenderla como un modelo de organización basado en la búsqueda continua de autonomía frente a poderes dominantes y en la producción de vínculos entre iguales a través de normas compartidas. Prácticas como los procesos de sindicalismo social y el conjunto de movimientos ciudadanos que buscan garantizar la universalidad de derechos a través de la defensa y producción de instituciones del común. Esta idea de la autogestión ya no sería el germen de las sociedad utópicas, sería el virus de las luchas sociales con las que históricamente hemos logrado conquistar derechos colectivos.

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